lunes, 20 de enero de 2014

SEGUNDA LECTURA De los Tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan (Tratado 17, 7-9: CCL 36, 174-175)

SEGUNDA LECTURA

De los Tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan
(Tratado 17, 7-9: CCL 36, 174-175)




EL DOBLE PRECEPTO DE LA CARIDAD

Lleno de amor ha venido a nosotros el mismo Señor, el maestro de la caridad, y al venir ha resumido, como ya lo había predicho el profeta, el mensaje divino, sintetizando la ley y los profetas en el doble precepto de la caridad.

Recordad conmigo, hermanos, cuales sean estos dos preceptos. Deberíais conocerlos tan perfectamente que no sólo vinieran a vuestra mente cuando yo os los recuerdo, sino que deberían estar siempre como impresos en vuestro corazón. Continuamente debemos pensar en amar a Dios y al prójimo: A Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente; y al prójimo como a nosotros mismos.

Éste debe ser el objeto continuo de nuestros pensamientos, éste el tema de nuestras meditaciones, esto lo que hemos de recordar, esto lo que debemos hacer, esto lo que debemos conseguir. El primero de los mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica el amor al prójimo. El que te ha dado el precepto del doble amor en manera alguna podía ordenarte amar primero al prójimo y después a Dios, sino que necesariamente debía inculcarte primero el amor a Dios, después el amor al prójimo.

Pero piensa que tú, que aún no ves a Dios, merecerás contemplarlo si amas al prójimo, pues amando al prójimo purificas tu mirada para que tus ojos puedan contemplar a Dios; así lo atestigua expresamente san Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.

Escucha bien lo que se te dice: ama a Dios. Si me dijeras: «Muéstrame al que debo amar», ¿qué podré responderte sino lo que dice el mismo san Juan: Nadie ha visto jamás a Dios? Pero no pienses que está completamente fuera de tu alcance contemplar a Dios, pues el mismo apóstol dice en otro lugar: Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios. Por lo tanto, ama al prójimo y encontrarás dentro de ti el motivo de este amor; allí podrás contemplar a Dios, en la medida que esta contemplación es posible.

Empieza, por tanto, amando al prójimo: Parte tu pan con el que tiene hambre, da hospedaje a los pobres que no tienen techo, cuando veas a alguien desnudo cúbrelo, y no desprecies a tu semejante.

¿Qué recompensa obtendrás al realizar estas acciones? Escucha lo que sigue: Entonces brillará tu luz como la aurora. Tu luz es tu Dios, él es tu aurora, porque a ti vendrá después de la noche de este mundo. Él, ciertamente, no conoce el nacimiento ni el ocaso, porque permanece para siempre.


Amando al prójimo y preocupándote por él, progresas sin duda en tu camino. Y ¿hacia dónde avanzas por este camino sino hacia el Señor, tu Dios, hacia aquel a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Aún no hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros. Preocúpate, pues, de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a aquel con quien deseas permanecer eternamente.

RESPONSORIO    1Jn 4, 10-11. 16

R. Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. * Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.
V. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.
R. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.


EXPECTATIVAS, DESEOS Y SUFRIMIENTO


«Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y a quien te fuerce a caminar una milla, acompáñalo dos» (Mt 5,40-41)
Si observas de qué modo estás hecho y cómo funcionas, descubrirás que hay en tu mente todo un «programa», toda una serie de presupuestos acerca de cómo debe ser el mundo, cómo debes ser tú mismo y qué es lo debes desear.
¿Quién es el responsable de ese «programa»? Tú no, desde luego. No eres realmente tú quien ha decidido cosas tan fundamentales como son tus deseos y exigencias, tus necesidades, tus valores, tus gustos, tus actitudes... Han sido tus padres, tu sociedad, tu cultura, tu religión y tus experiencias pasadas las que han introducido en tu «ordenador» las normas de funcionamiento. Ahora bien, sea cual sea tu edad y vayas adonde vayas, tu «ordenador» va contigo y actúa y funciona en cada momento consciente del día, insistiendo imperiosamente en que sus exigencias deben ser satisfechas por la vida, por la gente y por ti mismo. De hacerlo así, el «ordenador» te permitirá vivir pacífica y felizmente; de lo contrario, y aunque tú no tengas la culpa, generará unas emociones negativas que te harán sufrir.
Cuando, por ejemplo, otras personas no viven con arreglo a las expectativas de tu «ordenador», éste te atormenta a base de frustración, de ira, de amargura... O cuando, por ejemplo, las cosas escapan a tu control, o el futuro es incierto, tu «ordenador» insiste en que experimentes ansiedad, tensión, preocupación... Entonces empleas un montón de energías en hacer frente a esas emociones negativas. Y generalmente te las apañas para gastar aún más energías en intentar cambiar el mundo que te rodea, al objeto de satisfacer las exigencias de tu «ordenador». Con lo cual obtienes una cierta dosis de una paz bastante precaria, porque en cualquier momento la menor nimiedad (un tren que se retrasa, una grabadora que no funciona, una carta que no llega...) no es conforme con el programa de tu «ordenador», y éste se empeñará en que vuelvas a preocuparte de nuevo.
Por eso llevas una existencia patética, siempre a merced de las cosas y las personas, tratando desesperadamente de que se ajusten a las exigencias de tu «ordenador», a fin de poder tú disfrutar de la única paz que conoces: una tregua temporal de tus emociones negativas, cortesía de tu «ordenador» y de tu «programa».
¿Tiene esto solución? Por supuesto que sí. Naturalmente, no podrás cambiar tu «programa» de buenas a primeras, o quizá nunca. Pero ni siquiera lo necesitas. Intenta lo siguiente: imagina que te encuentras en una situación o con una persona que te resulta desagradable y que ordinariamente tratas de evitar. Observa ahora cómo tu «ordenador» entra instintivamente en funcionamiento e insiste en que evites dicha situación o trates de modificarla. Si consigues resistir y te niegas a modificar la situación, observa cómo el «ordenador» se empeña en que experimentes irritación, ansiedad, culpabilidad o cualquier otra emoción negativa. Sigue considerando esa situación (o persona) desagradable hasta que caigas en la cuenta de que no es ella la que origina las emociones negativas (ella se limita a «estar ahí» y a desempeñar su función bien o mal, acertada o equivocadamente: es lo de menos). Es tu «ordenador» el que, gracias al «programa», se empeña en que tú reacciones a base de emociones negativas. Lo verás mejor si logras comprender que hay personas que, con un programa diferente, y frente a esa misma situación, persona o acontecimiento, reaccionan con absoluta calma y hasta con gusto y contento. No cejes hasta haber captado esta realidad: la única razón por la que tú no reaccionas de ese modo es porque tu «ordenador» insiste obstinadamente en que es la realidad la que debe ser modificada para ajustarse a su «programa». Observa todo esto desde fuera, por así decirlo, y comprueba el prodigioso cambio que se produce en ti.
Una vez que hayas comprendido esta verdad y, consiguientemente, haya dejado tu «ordenador» de generar emociones negativas, puedes emprender cualquier acción que creas conveniente. Puedes evitar la situación o a la persona en cuestión; puedes tratar de cambiarla; puedes insistir en que se respeten tus derechos o los derechos de los demás; puedes incluso recurrir al uso de la fuerza... Pero sólo después de haber conseguido liberarte de tus trastornos emocionales, porque sólo entonces tu acción nacerá de la paz y del amor, no del deseo neurótico de satisfacer a tu «ordenador», de ajustarte a su «programa» o de liberarte de las emociones negativas que genera. Y sólo entonces comprenderás cuan profunda es la sabiduría de estas palabras: «Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y a quien te fuerce a caminar una milla, acompáñalo dos». Porque te resultará evidente que la verdadera opresión proviene, no de las personas que pleitean contigo ni de quien te somete a un trabajo excesivo, sino de tu «ordenador», cuyo «programa» acaba con la paz de tu mente en el momento en que las circunstancias externas dejan de ajustarse a sus exigencias. Se sabe de personas que han sido felices... ¡incluso en el opresivo clima de un campo de concentración! De lo que necesitas ser liberado es de la opresión de tu «programa». Sólo así podrás experimentar la libertad interior que está en el origen de toda revolución social, porque esa intensísima emoción, esa pasión que brota en tu corazón a la vista de los males sociales y te impulsa a la acción, tendrá su origen en la realidad, no en tu «programa» ni en tu ego.

Una llamada al amor
Anthony de Mello




miércoles, 1 de enero de 2014

El apellido de Dios

PAPA FRANCISCO
MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTAHE
El apellido de Dios

Martes
17 de diciembre de 2013
 
Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 51, viernes 20 de diciembre de 2013

El hombre es el apellido de Dios: El Señor, en efecto, toma el nombre de cada uno de nosotros —seamos santos o pecadores— para convertirlo en el propio apellido. Porque encarnándose, el Señor hizo historia con la humanidad: su alegría fue compartir su vida con nosotros, «y esto hace llorar: tanto amor, tanta ternura».
Con el pensamiento puesto en la Navidad ya cercana, el Papa Francisco comentó, el martes 17 de diciembre, las dos lecturas propuestas por la liturgia de la Palabra, tomadas respectivamente del libro del Génesis (49, 2.8-10) y del Evangelio de san Mateo (1, 1-17). En el día de su septuagésimo séptimo cumpleaños, el Santo Padre presidió como de costumbre la misa matutina en la capilla de Santa Marta. Concelebró, entre otros, el cardenal decano Angelo Sodano, quien le expresó la felicitación de todo el Colegio cardenalicio.
En la homilía, centrada en la presencia de Dios en la historia de la humanidad, el Obispo de Roma señaló en dos términos —herencia y genealogía— la clave para interpretar respectivamente la primera lectura (referida a la profecía de Jacob que reúne a sus hijos y anuncia una descendencia gloriosa para Judá) y el pasaje evangélico que presenta la genealogía de Jesús. Centrándose en especial en esta última, destacó que no se trata de «una lista telefónica», sino de «un tema importante: es historia», porque «Dios envió a su Hijo» en medio de los hombres. Y, añadió, «Jesús es consustancial al Padre, Dios; pero también consustancial a la madre, una mujer. Y es ésta la consustancialidad de la madre: Dios se hizo historia, Dios quiso hacerse historia. Está con nosotros. Ha hecho camino con nosotros».
Un camino —continuó el Obispo de Roma— iniciado hace tiempo, en el Paraíso, inmediatamente después del pecado original. Desde ese momento, en efecto, el Señor «tuvo esta idea: hacer camino con nosotros». Por ello «llamó a Abrahán, el primero que se nombra en esta lista, en este elenco, y le invitó a caminar. Y Abrahán comenzó ese camino: generó a Isaac, e Isaac a Jacob, y Jacob a Judá». Y así sucesivamente, adelante en la historia de la humanidad. Por lo tanto, «Dios camina con su pueblo» porque «no quiso venir a salvarnos sin historia; Él quiso hacer historia con nosotros».
Una historia, afirmó el Pontífice, hecha de santidad y de pecado, porque en la lista de la genealogía de Jesús hay santos y pecadores. Entre los primeros, el Papa recordó a «nuestro padre Abrahán» y «David, que tras el pecado se convirtió». Entre los indicados en segundo lugar, «pecadores de alto nivel, que cometieron pecados grandes», pero con quienes Dios igualmente «hizo historia». Pecadores que no supieron responder al proyecto que Dios había imaginado para ellos: como «Salomón, tan grande e inteligente, que acabó como un pobrecillo que no sabía ni siquiera cómo se llamaba». Sin embargo, constató el Papa Francisco, Dios estaba también con él. «Y esto es hermoso: Dios hace historia con nosotros. Es más, cuando Dios quiere decir quién es, dice: yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob».
He aquí por qué ante la pregunta «¿cuál es el apellido de Dios?», según el Papa Francisco es posible responder: «Somos nosotros, cada uno de nosotros. Él toma de nosotros el nombre para hacer de ello su apellido». Y en el ejemplo presentado por el Pontífice no están sólo los padres de nuestra fe, sino también gente común. «Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, de Pedro, de Marietta, de Armony, de Marisa, de Simone, de todos. De nosotros toma el apellido. El apellido de Dios somos cada uno de nosotros», explicó.
De aquí la constatación que, tomando «el apellido de nuestro nombre, Dios hizo historia con nosotros»; es más, aún más: «dejó que la historia la escribiésemos nosotros». Y nosotros aún hoy seguimos escribiendo «esta historia», que está hecha «de gracia y de pecado», mientras que el Señor no se cansa de venir a nuestro encuentro: «ésta es la humildad de Dios, la paciencia de Dios, el amor de Dios». Por lo demás, también «el libro de la Sabiduría dice que la alegría del Señor está en los hijos del hombre, con nosotros».
He aquí, entonces, que «acercándose la Navidad» al Papa Francisco —como él mismo confesó al concluir su reflexión— se le ocurrió naturalmente pensar: «Si Él hizo su historia con nosotros, si Él tomó de nosotros su apellido, si Él dejó que nosotros escribiésemos su historia», nosotros, por nuestra parte, deberíamos dejar que Dios escriba la nuestra. Porque, aclaró, «la santidad» es precisamente «permitir que el Señor escriba nuestra historia». Y éste es el deseo de Navidad que el Pontífice quiso expresar «a todos nosotros». Un deseo que es una invitación a abrir el corazón: «Haz que el Señor escriba tu historia y tú permite que Él la escriba».