San Bernardo hace mucho hincapié en lo que dice la esposa en el Cantar de los Cantares: “Vuelve”. El amado vino a visitarla y ahora la ha abandonado. Esto es lo que ella no sabe resolver. Pero hace falta precisar la naturaleza de estas idas y venidas del esposo antes de descifrar su razón de ser. El lenguaje de la escritura es simbólico y hay que interpretarlo simbólicamente. Es evidente que Cristo Resucitado no pertenece al tiempo ni al espacio, por tanto su acercamiento o alejamiento del alma solamente se realiza en la experiencia del alma y no por un movimiento del Verbo.
Por ejemplo, cuando ella percibe la gracia, reconoce su presencia. Si no es así, ella se queja de su ausencia y reclama de nuevo su Presencia como la llamada del profeta: “Mi rostro te busca; tu rostro, Señor yo buscaré” (Sal27, 8) Ella no tiene más que una pasión: “En la ausencia del Verbo se eleva un solo y único grito del alma, sin fin, el de un deseo continuo: un único y continuo :”vuelve”, hasta que Él vuelva.”. (1Co 11, 26).
Todavía falta precisar el alma que se agita, dicho de otro modo, quién es la esposa. “Un alma que el Verbo visita frecuentemente y en cuya intimidad habrá suscitado una audacia, en la que el gusto le habrá suscitado el hambre, en la que la revitalización de todas las cosas habrá preparado una disponibilidad contemplativa.”
La esposa del Cántico simboliza, para nuestros tres autores, efectivamente, aquella alma que se admira de lejos y que desea.
Aunque nosotros no podemos reconocernos en ella, sí podemos, al menos, encontrar en ella una llamada y una promesa. Y subjetivamente, una nostalgia que se transforma en aspiración. En este sentido podemos ahora retomar el grito de la esposa, sin pretender compararnos a su fervor.
Por otro lado, puesto que el Resucitado, lo hemos visto, no se sujeta ni al espacio ni al tiempo, todo lo ha hecho libremente, en virtud de su voluntad, Él se aproxima o se aleja; solo nos va a ser revelado su amor.
San Bernardo cree que si el Amado se retira puede estar llamándola con un deseo más vivo y le quiera retener más fuertemente.
Sirven de ejemplo estos dos episodios del Evangelio: el de los peregrinos de Emaús, a los que Jesús hace caminar hasta lejos para que le digan: “Quédate con nosotros, que la tarde está cayendo” (Lc 24, 28); y el episodio en el que Jesús anda sobre las aguas e increpa a los vientos y las aguas, no porque tuviese la intención de asustarles, sino para probar su fe y suscitar su oración.
Como consecuencia, si Él pasa, es para que le deseen, y si Él se va es para que le llamen, porque el verbo no es irrevocable.
Y el autor hace esta anotación esencial : Retirarse supone para él una cierta manera de dispensarse, perfectamente libre por su parte. Pero sólo él sabe la razón. De esto último se concluye que estamos ante un misterio, que pide de nosotros confianza y discreción. No tenemos que interpretar el alejamiento del Verbo como necesariamente una falta por nuestra parte o un castigo por la suya, ni su presencia como un efecto de nuestro fervor.
Las palabras escatológicas de Jesús en San Juan son tomadas como prueba: Un poco y no me veréis y un poco más tarde me volveréis a ver”(Jn 16,16). A estas palabras contesta San Bernardo: “Oh! Hay brevedad y brevedad y solo algo más de tiempo que dura. ¡Ah Señor! Tu llamas breve al tiempo en que no te vamos a ver más; no, es un tiempo muy largo, infinitamente más largo!
En realidad las dos cosas son verdad: es poco el tiempo, pero de acuerdo al deseo de la esposa , es mucho. La esposa está en una situación de tensión paradójica. “Si él se retrasa, espérale, pues no tardará”.
¿Estará el alma dividida en ella misma y paralizada en esta contradicción? No, el autor nos ha conducido hasta esta aparente contradicción para proclamar mejor el deseo contemplativo que revela la verdadera paradoja de la esposa en su deseo apasionado.
Gilbert de Hoyland está en una situación más crítica porque la esposa, con el pretexto de haberse quitado la túnica y haberse lavado los pies, ha tardado en abrir al Amado que llama a la puerta; le ha tocado la mano por el agujero de la cerradura,. Pero cuando se decide a abrir, Él ya ha pasado, desaparecido. La esposa dirá: “Estoy enferma de amor hasta que él vuelva”. Esto nos conduce, más que al comportamiento de la amada, al del Esposo:
¿Por qué te vas, buen Jesús? ¿por qué desapareces. ¿ Por qué eres Tú el que suscita ese deseo y Tú el que privas de esa presencia?
El autor sugiere más tarde respuestas a estas preguntas. Será que de este modo Tú suscitas una codicia, un deseo más ardiente, el de la abundancia de tu presencia. “ Si, así es. Esas astucias del amor inflaman el amor mismo, y, a través de la aparente decepción le llevan a su plenitud.”
Gilbert elige los episodios de las apariciones del Resucitado, en las que se puede ver su aspecto breve y fugitivo: “Apenas algunos le reconocieron, Él desapareció”. También se menciona otra característica de estas apariciones: su trascendencia, la manera en que ellas se escapan a todo lo que la experiencia humana está habituada.
Sin embargo resaltamos la entrada del Resucitado cuando estaban todas las puertas cerradas (Jn 20, 19) “De hecho, la puerta se abrió para Él, pero estaba cerrada para todo lo demás.” En este deseo concentrado y casi exclusivo, condición de la contemplación, se encuentra lo que hemos visto en San Bernardo de la pasión que caracteriza el deseo de la esposa.
Jean de Ford recuerda: “Las voces del Señor son imposibles se escrutar.”(Rom11, 33), que es otra forma de decir, a propósito de las idas y venidas, ausencias y presencias del Señor, que se trata de un misterio y una forma de actuar del bienaventurado designio de Dios. Por consecuencia, no es vano, ni por azar, que el Bien Amado se vaya lejos y desaparezca. “No se aleja sin un proyecto para ella ni sin la idea de darle algún fruto por su largo viaje. He aquí porque tarda; ella debe esperar pacientemente”.
El autor distingue entre las desapariciones de Jesús y las ausencias más largas. Las primeras son secretas y breves, con el fin de volver pronto. Se cumple eso que dijo Jesús a sus discípulos: ”Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de un poco me volveréis a ver”(Jn 16,16). Se refiere su propia pasión y muerte y a la gracia aportada por esa desaparición, que es la gracia de la resurrección del Señor y las apariciones del Resucitado.
Pero luego hay una partida más lejana, en la que el autor ve el anuncio de estas palabras de Jesús: “En verdad os digo: os conviene que yo me vaya, porque si me voy, el Espíritu Santo vendrá a vosotros. Yo os lo enviaré.”(Jn16, 7). Desde entonces el Resucitado ya no está en la Creación. Y su partida deja lugar a la acción del Espíritu Santo y constituye una prueba y una exigencia espiritual con vistas a una gracia más grande.
En los dos casos, las desapariciones en el tiempo pascual y las de después, tras la ascensión, la gracia más grande afecta al deseo de los discípulos. Este deseo aumenta considerablemente. Pero los efectos de esta gracia son también la purificación (santificación) de ese deseo, los cambios de planes y la rendición espiritual (abandono en manos de Dios).
Jean de Ford llama a estas desapariciones bruscas del Resucitado “brasas hirientes”, porque ellas ofrecen el fuego del impulso de ternura que unía a los discípulos con Jesús en la tierra. Pero este deseo que tienen de él es aún carnal, en el sentido de un deseo afectivo centrado sobre ellos y limitado a la vida de aquí abajo. Ellos entienden esta experiencia como el deseo de ver a Jesús en su existencia aquí, en la tierra. “Esas brasas les inflamaban de un ardor de amor nuevo y más santo”, porque cada vez que venía, Él venía como nuevo, como si le reconociesen por primera vez. Es necesario que ellos pasen del sabor carnal de su comunión con Jesús a las “nuevas delicias de una bondad espiritual venida de Cristo.” El acento sobre esta novedad habla con simplicidad de la profundidad del deseo en este paso a otro plano de la realidad.
La encarnación será absolutamente necesaria para que Su luz sea tamizada, la inteligencia de los discípulos pueda reconocer el misterio de Cristo. Pero faltará la Ascensión para que su deseo afectivo, su impulso hacia Cristo, no se centre en ellos mismos, en su necesidad, sino que, purificado, les haga capaces de seguir a Jesús en su pascua hacia el Padre.
Y he aquí el acento de Jean de Ford : él quiere precisar que para crecer, profundizar en la fe, el deseo de Cristo debe pasar de una tonalidad sentimental y antropológica a un fervor deliberadamente espiritual. Al deseo de retener a Jesús le debe suceder el deseo de dejarse llevar por Él hacia la vida verdadera. Aquellos que vivan profundamente este deseo recibirán una parte del mismo espíritu de Dios.
“EL DON DE UNA PRESENCIA”
Frère Pierre-Yves et frère FranÇois de Taizé.
La resurrección de Cristo despierta el deseo de seguirle, ya no es un deseo en si del espíritu si no un deseo amoroso de estar en Cristo Jesús, la Resurrección es un hecho tangible del poder divino de Cristo, quizás por desgracia fue el elemento que necesitaba los discipulos de Cristo para creer, o bien como Tomás cuando toca las llagas, y entonces creyó.... La ascensión produce el deseo en el corazón de poder estar con El y en El, ¿sin resurrección se hubiera producido este deseo? ¿este amor? no lo creo, es interesante ver comola muerte de Cristo produjo ese deseo carnal de volver con El a verlo, estar junto a El...La resurreccion es ya la contemplación unica de Cristo como Hijo de Dios y ese deseo carnal se convierte en un deseo de espiritu. de amor interior que penetra en el corazon del individuo y lo convierte en carne de su carne , Cristo es bajo mi interpretacion la esposa que se une al hombre eternamente por el poder de la Resurreccion... ya no hay tiempo ni espacio si no eternidad....I.R.