domingo, 13 de julio de 2014

CONOCERSE ASI MISMO



La crisis de la mitad de la vida nos coloca ante la exigencia del autoconocimiento que a la vez sería una ayuda para superar la crisis. La gracia de Dios que ha establecido en nuestra cabeza el hasta ahora actual edificio de pensar y de vivir, nos ofrece también la ocasión de conocernos a nosotros no sólo externamente sino en el fondo de nuestra alma, donde nuestro ser intimo está escondido.
El camino del autoconocimiento está, para Tauler, en la marcha al interior, la vuelta al propio fondo del alma. El conocimiento de sí mismo es por lo pronto doloroso porque descubre implacablemente lo que en el interior hay escindido de oscuridad y maldad, cobardía y falsedad.
Debemos dejarnos sacudir por el Espíritu de Dios para penetrar en nuestro fondo, para sumergirnos en nuestra propia verdad. Debemos tranquilamente dejar demoler nuestra autosatisfacción y autojustificación y entregarnos a la acción que Dios realiza en esta nuestra apretura:
«Querido: ¡Abísmate, abísmate en el fondo, en tu nada y deja caer sobre ti la torre (de la catedral de la autocomplacencia y de la autojustificación) con todos sus pisos! ¡Deja que vengan a ti todos los demonios que hay en el infierno! ¡Cielo y tierra con todas sus criaturas te servirán maravillosamente! ¡Abísmate solamente! Será para ti lo mejor.»
Es animoso lo que Tauler nos dice. Hasta los demonios del infierno se deben dejar venir con la confianza de que Dios nos conduce a través de la apretura.
El conocimiento de sí mismo lo pone en marcha el Espíritu Santo. Sin embargo, el hombre tiene que colaborar.

“La mitad de la vida como tarea espiritual. La crisis de los 40-50 años”
Escrito por Anselm Grün, Carlos (trad.) Castro Cubells, Anselm Grün

miércoles, 9 de julio de 2014

LA VIDA ESPIRITUAL SEGUN SAN BENITO




“Y el Señor, que busca a su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige esta llamada, dice de nuevo: « ¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?» (Sal 34,13). Si tú, al oírlo, respondes «Yo», Dios te dice: «Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela» (Sal 34,14¬15). Y si hacéis esto, «pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras preces, y antes de que me invoquéis» diré: «Aquí estoy» (Is 58,9). ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida. Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su reino a «Aquel que nos llamó a su eterna presencia» (1 Tes 2,12)”.
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Para Benito, según se ve, la vida espiritual no es una colección de prácticas ascéticas, sino un modo de estar en el mundo abierto a Dios y a los demás. Luchamos, como es natural, con tentaciones de separar ambas cosas. Es tan fácil decirnos que dejamos a un lado las necesidades de los demás porque estamos atendiendo las necesidades de Dios ... Es tan fácil ir a la iglesia en lugar de a casa de un amigo cuya depresión nos deprime.
Es tan fácil preferir el silencio a las exigencias de los hijos. Es mucho más fácil leer un libro de religión que escuchar al marido hablar de su trabajo o a la mujer de su soledad. Es mucho más fácil practicar la religión privatizada de las oraciones y las penitencias que pasar por tontos por culpa de la religión cristiana de la visión global y la paz. Sin embargo, en lo profundo de sí mismas todas las tradiciones espirituales rechazan esas racionalizaciones: «¿Hay vida después de la muerte?», preguntó en una ocasión un discípulo a un venerable maestro. Y éste contestó: «La gran pregunta espiritual de la vida no es si hay vida después de la muerte. La gran pregunta espiritual es si hay vida antes de la muerte». Benito, obvia¬mente, cree que la vida vivida plenamente es vida vivida en dos planos: atención a Dios y al bien de los demás.

Piadosos -dice este párrafo- son quienes nunca hablan destructivamente de otra persona -por ira, rencor o venganza- y quienes aportan un corazón abierto a un mundo cerrado y desgarrador.

Los piadosos saben cuándo el mundo en que viven les sitúa en una resbaladiza pendiente muy distante del bien, la verdad y lo santo, y se niegan a tomar parte en ese declinante proceso. Y, lo que es más digno de mención, se aprestan a contrarrestado. No basta, da a entender Benito, con limitarse a distanciarse del mal. No basta, por ejemplo, con negarse a difamar a los demás, sino que debemos reparar su reputación; no basta con desaprobar los residuos tóxicos, sino que debemos actuar para salvar el planeta; no basta con preocuparse por los pobres, sino que debemos actuar para impedir la pobreza. Debemos ser personas que aportan creación a la vida: «Si hacéis esto -nos recuerda la regla-, "pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras pre¬ces"». Si hacéis esto, estaréis en presencia de Dios.
Finalmente, en lo que concierne a Benito, la vida espiritual depende de que seamos unos pacificadores pacíficos. La agitación elimina de nosotros la conciencia de Dios. Cuando nos motiva la agitación, cuando nos consume la inquietud, nos sumimos en nuestros planes personales que tienen tendencia a ser siempre desproporcionados. Nos vemos atrapados en cosas que, bien analizadas, sencillamente carecen de importancia, son pasaje¬ras y tienen que ver con vivir cómodamente en lugar de con vivir como es debido. Perdemos los nervios porque los niños gritan o las máquinas se estropean o los semáforos duran demasiado. Perdemos el contacto con el centro de las cosas.

Al mismo tiempo, la tranquilidad pasiva no es el propósito de la vida benedictina. Esta espiritualidad llama a ser amables y dejar una estela de no violencia. Resulta sorprendente que un documento del siglo VI adoptara tal postura en un mundo violento. No hay aquí una teología del Armagedón ni un llamamiento a entablar una batalla entre el bien y el mal en un mundo que se apunta al dualismo y divide la vida entre cosas del espíritu y cosas de la carne.

En esta regla de vida sencillamente se ignora la violencia. La violencia no funciona. Ni la violencia política, ni la violencia social, ni la violencia física, ni siquiera la violencia que nos hacemos a nosotros mismos en nombre de la religión. Las guerras no han funcionado, ni tampoco el clasismo ni el fanatismo. El benedictismo, por otro lado, sencillamente no tiene como propósito doblegar al cuerpo ni vencer al mundo, sino que se dispone, sencillamente, a sosegar un universo permeado por la violencia sien¬do una pacífica voz por la paz en un mundo que piensa que todo -las relaciones internacionales, la educación de los niños, el des¬arrollo económico e incluso todo en la vida espiritua1- se lleva a cabo por la fuerza.

El benedictismo es una llamada a vivir en el mundo, no sólo sin alzar las armas contra los demás, sino haciendo el bien. El pasaje implica claramente que quienes hacen de la creación de Dios su enemigo sencillamente no «merecen ver en su reino a "Aquel que nos llamó a su eterna presencia"».

martes, 1 de julio de 2014

HABITARÉ SIEMPRE EN TU MORADA (Salmo 60)




Hay muchos espacios. Existe el espacio físico, el espacio social, el espacio ideológico, el espacio artístico… Y otros más: el mar, el cielo, la llanura, el valle, la sierra. Todavía se puede hallar el espacio espiritual, un espacio silencioso. Es el silencio un lugar para encontrarse, descansar, recobrarse, amar, crecer.

El espacio silencioso no necesita decoración alguna, ningún adorno, ni alfombras, ni murales, ni biblioteca, ni chimenea, ni muebles. No es para contemplar, sino para albergar otra presencia, acaso imprevisible.

Este albergue es el silencio, un silencio que surge al poner fin a todas las voces de fuera, de las zonas más superficiales. Porque el silencio no es lo que se toca o se ve, no entra por los sentidos, sino que es el espacio donde la presencia se muestra y se hace evidente.

En el silencio lo visible se disipa y lo invisible puede volverse visible. Es un espacio, el silencio, donde amanecen huellas de la presencia íntima.

El silencio hace del corazón un lugar de revelación, no del entorno que nos circunda, sino del mundo que se aloja dentro. Es la explosión de lo oculto, de lo hospedado en la interioridad, es el descubrimiento, la reconquista de lo que ya va con nosotros.

Al alejarnos del exterior recobramos la mirada primitiva, la mirada original de nuestro corazón, los ojos del hijo que somos, del amor que nos da a luz.

Es el silencio una morada sin desechos, sin memoria, sin residuos. Por eso el silencio nos regala una coherente unidad de visión. En ese espacio, uno no se siente configurado por la exterioridad.

El que mora en el silencio se vive a sí mismo sin reservas y serenamente, pues todo lo serena el silencio. Serena la noche y el día, serena la aurora y el atardecer, serena las horas oscuras, las horas de luz y de bochorno. El silencio nos trae la paz y deja emerger la inocencia y la plenitud. Apenas he de decir que jamás la vida se siente tan rimada, tan pura, tan sosegada, tan clara, como las horas calladas, como en la morada del silencio.



José Fernández Moratiel, O.P.