ENTRE EL SILENCIO Y LA PALABRA
La tensión que existe entre el silencio y la palabra se mueve en la
fina línea entre el existir como persona y el no ser nada. De aquí que
sea necesario mantener el equilibrio entre ambas para no perdernos en el
abismo de la no existencia.
En efecto, tanto si nos excedemos
en el silencio, convirtiéndonos poco menos que en autistas, como si nos
volcamos en una verborrea compulsiva, corremos el riesgo de no crecer
como personas y por lo tanto no crecer espiritualmente. Se trata de
saber permanecer en silencio para poder escuchar la palabra que germina
en él.

En nuestra exposición sobre el silencio nos vamos a apoyar en la RB y en San Bernardo.
San Benito nos habla en su Regla del valor del silencio y la Palabra
principalmente en el capítulo sexto, aunque deje caer algunos mensajes
aquí y allá. En el tema del silencio el Padre de los monjes se hace eco
de la tradición monástica anterior a él. Cuando pone el acento en el
silencio no es porque desprecie la palabra, más bien es al contrario. Se
trata de un gran respeto y agradecimiento por el don de la palabra, el
silencio viene a ser como un medio para usar la palabra sin frivolidad,
guardándola de desviaciones que la degradan convirtiéndola en un
instrumento de pecado. El silencio del que habla san Benito -la
taciturnitas- no es el simple callar material, sino que habla de una
actitud del corazón por la que se hace disponible para escuchar a Dios y
prestar atención al hermano. El silencio, pues, no es para san Benito
un mutismo orgulloso y agresivo, sino disponibilidad total para la
Palabra de Dios y atención humilde a los otros. De aquí que el silencio
que impone la Regla, se puede interrumpir cuando así lo reclama la
caridad. Digamos que en el silencio hay una fuerza de purificación, de
clarificación y de comprensión de lo esencial: por eso el silencio es
fecundo. De él surge la palabra madura, la única que puede comunicar a
los otros lo mejor de nosotros mismos. El silencio es también respeto al
otro, y colaboración para crear espacios de serenidad y paz en la vida.
El silencio es una actitud que san Benito reclama desde el Prólogo de
su Regla y va diseminando en toda ella. Por ejemplo en el capítulo
cuarto, que trata de los instrumentos de las buenas obras dice:
“Abstenerse de palabras malas y deshonestas.
No ser amigo de hablar mucho.
No decir palabras vanas o que provoquen la risa.
No gustar de reír mucho o ruidosamente.
Escuchar con gusto las lectura santas.
Postrarse con frecuencia para orar.
Se ve claramente que los cuatro primeros instrumentos citados aquí
están en función de los dos últimos, que hacen que se comprenda mejor el
alcance e importancia del silencio: se guarda silencio para escuchar a
Dios y para orar.
Si se saca de su contexto el capitulo 6 de la
Regla, puede dar la impresión de rigorismo y exageración. Pero lo
tenemos que ver como unos enunciados que después han de aplicarse en la
vida diaria y concreta. De hecho, si lo enmarcamos en todas las
alusiones que hace san Benito en su Regla, nos daremos cuenta que el
silencio que quiere el Padre de los monjes, está muy lejos del mutismo
casi total y deshumanizante que tal vez se podría deducir de una lectura
superficial de este capítulo. Este silencio es en su fundamento
atención, disponibilidad, fecundidad previa a toda palabra auténtica,
tanto de cara a Dios como de cara a los otros. Pero claro, esto pide una
ascesis y una mesura para capacitarnos para mantener una auténtica
comunicación con Dios y con los otros, ya que la abundancia de palabras
suele encubrir con bastante frecuencia la incapacidad de una verdadera
comunicación.
Yo pienso y estoy verdaderamente convencido que
lo que más necesitamos es que cada uno tome conciencia del valor del
silencio, que cada uno ame el silencio. Porque la experiencia vivida a
partir de este aprecio personal del silencio, nos capacita para entrar
en el lugar escondido de nuestra propia vida donde nos encontramos con
Dios y donde podemos vivir la conciencia profunda de la comunión con los
demás.
Por desgracia en nuestro mundo de hoy hemos excluido de
nuestra sociedad el silencio y acumulamos ruido y más ruido, por eso
muchos hombres y mujeres jamás entraran en el centro de sí mismos, pues
les da miedo encontrarse con esa soledad del propio corazón, y al no
entrar ahí están desterrados de su verdadera existencia, sumidos en la
ignorancia de sí mismos. Es por eso que en el tren, en la sala de espera
o donde sea, no pueden pasar sin tener en manos un libro, sin escuchar
música, sin alguna cosa que ver, que hacer o que pedir. La vida de
muchas personas es tan superficial, tan terriblemente superficial que
les vuelve incapaces para una verdadera comunicación que quiera ir más
allá de las palabras.
Hasta aquí con san Benito, veamos ahora que nos dice el místico san Bernardo.
Si la vida cisterciense está totalmente orientada hacia el encuentro
mutuo del Creador y su criatura espiritual, es normal, que san Bernardo
atribuya la mayor importancia a la soledad y al silencio. Y esto porque
toda búsqueda de Dios implica interioridad y recogimiento para poder
llevar a cabo la voluntad divina. Este recogimiento en lo íntimo de la
conciencia es requisito imprescindible para pasar al encuentro con Dios.
De aquí que sea necesario potenciar este aspecto de la soledad y el
silencio en el conjunto de las demás motivaciones. La soledad y el
silencio son una preparación consciente y querida para la venida del
Verbo al alma que se desprende de las demás preocupaciones.

Escuchemos a
san Bernardo:
“Siéntate, pues, solitario como la tórtola. Que
nada te turbe entre la muchedumbre de los demás... ¡Oh alma santa!,
permanece solitaria y resérvate exclusivamente para el Señor, a quien
has elegido para ti entre todos. Huye de las gentes, huye hasta de tus
familiares; aléjate de los amigos íntimos, y hasta del que te sirve. ¿No
sabes que tienes un Esposo muy pudoroso, que de ninguna manera te
regalaría con su presencia delante de otros? Aléjate, pues, pero con la
mente, no corporalmente; con tu intención, con tu devoción, con tu
espíritu. Porque Cristo el Señor es Espíritu ante ti, y busca la soledad
del espíritu y no la del cuerpo; aunque a ratos no está mal que te
separes también corporalmente, cuando puedas hacerlo con discreción, en
especial durante la oración... Por lo demás, sólo te exige la soledad
del corazón y del espíritu. Estarás solo si no piensas en torpezas, si
no te afecta lo presente, si desprecias lo que angustia a muchos, si te
aburre lo que todos desean, si evitas toda discusión, si no te
impresionan las desgracias, si no recuerdas las injurias. De lo
contrario, no te encontrarás solo ni en la soledad más absoluta. ¿Ves
cómo puedes vivir rodeado de muchos, y entre muchos solo? Puedes estar
solo por frecuente que sea tu trato con los demás, con tal que te libres
de ocuparte en vidas ajenas como juez temerario, o como espía curioso”.
(SC 40, 4-5).
Como hemos visto en este párrafo, aparece la
idea constante en san Bernardo de la íntima relación entre la mística y
la ética, es decir, entre la experiencia de Dios y la conducta de ella
derivada. La mención al Espíritu que se presenta ante nuestro espíritu
como un Esposo celoso que solicita toda nuestra atención, va seguida de
la descripción detallada de todo aquello que obstaculiza a nuestra
conciencia, esa multitud de pensamientos y de juicios que la invaden de
continuo. El silencio, pues, es una observancia cisterciense muy
importante, de tal modo que san Bernardo lo considera el guardián de la
religión.
Según el Abad de Claraval se puede abusar de la
palabra por diversos motivos: para distraerse, para imponerse con
presunción, por vanagloria, por hablar mal con ironía, por quejarse del
alimento, por confesarse pecador para parecer humilde, o para atraer la
atención.
Pero sabe también que existen silencios culpables y
palabras provechosas; que la crítica y la murmuración merecen ser
reemplazadas por la acción de gracias y la reconciliación con el
hermano. La palabra puede ser tan útil y valiosa como nociva y mortal.
No sólo se pierde el tiempo de la vida con la locuacidad, sino la misma
vida y la vida de los otros. Pero oigamos al mismo Bernardo:
“¡Qué verdad encierra aquella sentencia, hermanos: “en el mucho hablar
no faltará el pecado!... ¡Ojalá que con estas conversaciones sólo se
perdiera el tiempo! ¡Cuántos no pierden también en ellas la vida!
Pierden la suya y arrancan la de sus hermanos... No temas afirmar que
esta lengua es más cruel que aquella lanza que atravesó el costado del
Salvador. Porque ésta desgarra el cuerpo de Cristo y sus miembros. Y no
hiere un cuerpo exánime, sino que lo mata al clavarse en él... Y a pesar
de ello seguimos diciendo: “¡Es tan ligera la palabra! ¡La lengua no es
más que un pedazo de carne, tierna y suave!... Como no somos perfectos,
después de una larga conversación sentimos nuestro espíritu vacío, la
meditación menos devota, el afecto más árido y el holocausto de la
oración menos fecundo. La causa son las palabras que hemos dicho u
oído... Tal vez parezca que me excedo reprendiendo el uso de la
palabra”. (Div 17).
Estos son los motivos por lo que es
recomendable el silencio para san Bernardo. Es evidente que son
negativos pero bien vividos llevan a la salvación, que es el objetivo de
la vida cisterciense.
Digamos que para san Bernardo el
silencio es una perfección escatológica, y las palabras un medio
imperfecto pero necesario. no sólo para comunicarnos con los demás sino
para hablarnos a nosotros mismos.
Veamos ahora algún texto en el que san Bernardo reconoce también el valor de la palabra:
“Mi corazón me ha abandonado y necesito hablarme a mí mismo, o más bien
hablarme como a un otro. Y esto, de momento con tanta frecuencia cuanto
menos vivo dentro de mí y unido a mí mismo.” (Div 110).
“Es encantador el silencio pudoroso, pero es más necesaria la palabra sumisa”.(SVM).
“El ejemplo es más eficaz que la palabra para muchas cosas, si
demuestras que te ha persuadido a ti antes lo que quieres aconsejar a
otro. Son más eficaces las obras que las palabras. Actúa como hablas, y
no sólo me enmendarás con mayor facilidad, sino que te librarás de un
gran reproche”. (Sc 59, 3).
Tenemos, pues, que para san
Bernardo la palabra es útil en cuanto nos ayuda a progresar en la virtud
y en la salvación. La palabra, lo mismo que el silencio, está en
función de un bien mayor: la experiencia espiritual de un Dios que
salva. Sólo la palabra que ha sido engendrada en el silencio es la que
puede edificar a uno mismo y a los demás.
Vamos a terminar con una reflexión sobre el diálogo y el silencio en una comunidad.
El diálogo -y la capacidad para dialogar- es un componente esencial, no
sólo de la madurez relacional, sino también de su identidad espiritual.
Un diálogo que nace del silencio, que se nutre de silencio, que se
remite al silencio.
Una comunidad formada por buscadores de
Dios logra equilibrar creativa y naturalmente diálogo y silencio,
justamente porque en la fraternidad buscar a Dios es una tarea, es una
tarea esencialmente comunitaria que se realiza utilizando sabiamente la
palabra que evoca el silencio. En esta comunidad la palabra circula
libremente sin perturbar el silencio, mientras el silencio crea las
condiciones ideales para decir palabras de vida. Hay, al mismo tiempo,
mucha palabra y mucho silencio, pero la palabra en el silencio, no en
fases sucesivas.
Un diálogo ininterrumpido se produce sobre
todo en el secreto y en el silencio del alma con la Palabra que, como
maná, no sólo alimenta y vivifica día tras día, sino que propone,
ilumina, pide y espera respuesta. Una palabra que no sólo hay que
guardar en el corazón como un tesoro, sino que es una persona viviente
con la que se puede hablar y por la que uno se siente amado. Es el
primer diálogo en la vida del cristiano, inmediatamente invadido por un
profundo silencio. Y sin embargo, es un verdadero diálogo, un
intercambio de palabras con otra persona en un acontecimiento
comunicativo llamado oración, en las que se graban y pueden reconocerse,
como en la “caja negra” de los aviones, las huellas y etapas del camino
del ser humano hacia Dios, pero también del camino de Dios hacia el ser
humano.
El cristiano sabe, o debe
saber, que no puede
guardarse sólo para sí ni esa Palabra ni esa experiencia, y que tampoco
puede pretender comprender todo su sentido. Por consiguiente, el diálogo
pasa del silencio de la interioridad al intercambio fraterno en la
comunidad, pero girando en torno al mismo contenido, con idéntica
inspiración, con la misma finalidad: buscar el rostro de Dios, reconocer
las huellas del paso del que camina sobre las aguas y cuyas huellas son
invisibles. Sería absurdo presumir de hacer en solitario el
reconocimiento del misterio.
Este intercambio profundo produce
un fruto no del todo previsto. Mientras resuena la palabra de Dios en la
riqueza de experiencias y en la variedad de interpretaciones suscitadas
por el mismo Espíritu, une corazones y mentes en el mismo camino de
santidad. Un fruto quizás no del todo previsto, pero psicológica y
espiritualmente una consecuencia evidente. “Decir a Dios” en comunidad,
contando a los demás lo que Dios me ha dicho y ha hecho en mí, no sólo
crea una verdadera y sólida fraternidad, sino que sobre todo ayuda a los
hermanos a reconocer la acción y la palabra de Dios en su vida y hace
que se vea la convergencia y unidad básicas de los caminos de santidad
por diverso que sean.
Del silencio al diálogo y del diálogo al
silencio. El silencio protege el diálogo con Dios; el diálogo con Dios
protege y fomenta el diálogo con los hermanos que, a su vez, remite al
silencio de la intimidad con Dios y con uno mismo. Y todo esto como
signo cada vez más claro de un camino comunitario de santidad.
Es un hecho evidente que a Dios le gusta tanto le mediación, que
normalmente se revela al hombre a través de otro hombre o, en todo caso,
a través de mediaciones humanas. Así nos lo presenta la Biblia. Es como
una metodología de la salvación. Lo que quiero decir con esto es que en
la vida espiritual nada funciona automáticamente. Incluso la mediación
de que Dios se sirve no se ve en seguida con claridad, no me revela
inmediatamente lo que Dios quiere de mí, ni se impone inequívocamente. Y
no se la puede tratar como a cualquier comunicación o información, sino
que precisa un espacio propio para ser correctamente descifrada y
entendida. Este espacio es el silencio, seno que no sólo da a luz la
palabra, sino que también hace que se comprenda a partir de la palabra
que viene de Dios. Es ahí, en el silencio, donde el misterio de la
teofanía se disuelve y se ilumina; pues sólo cuando callan las palabras,
es cuando la palabra puede revelar su origen y destino, de dónde viene y
adónde va.
En las comunidades cristianas hay tanta, tantísima
palabra, que no nace del silencio y vive huérfana de él; que no es
acogida en este seno fecundo y corre el riesgo de quedarse muda, sin
sentido, de no ser entendida. O se le puede dar un sentido superficial,
inmediato o emotivo, sin reflexión alguna que permita rebasar las puras
apariencias. Es como si se interrumpiera el diálogo que Dios inicia para
comunicarnos su voluntad. Pero también se interrumpe, o no tiene
sentido, el diálogo fraterno que cuando carece de silencio, es un puro
sonido que rasga el aire e, incluso a veces, las mismas relaciones entre
las personas.

El diálogo es uno de los primeros indicadores de
la calidad de la vida fraterna y desempeña un papel realmente
importante en el camino de una comunidad hacia la santidad comunitaria.
Pero para volver a ser medio y expresión de la búsqueda comunitaria de
Dios, nuestro hablar requiere silencio. Pero, evidentemente, no
cualquier tipo de silencio. No el silencio que es pura ausencia de
palabra y mucho menos si es rechazo de la misma; tampoco el silencio que
se guarda por disciplina o que va exclusivamente unido a la oración.
Aquí nos referimos a ese clima interior de silencio que hace que resuene
en las profundidades del espíritu el sentido de los acontecimientos,
encuentros, palabras, retos e imprevistos, para reconocer en la vida y
más allá de ella la llamada misteriosa de Dios que viene y la
posibilidad de responderle e ir a su encuentro. Un silencio que acalle
resonancias agresivas y resentimientos excesivos, que despierte la
benevolencia gratuita y la valoración positiva de los demás, que fomente
el sentido de la responsabilidad ante el hermano y la acogida del don
de su presencia, que escuche a Dios que me habla por el otro y al otro
que me habla tal como es, con su humor, con su requerimiento de ayuda y
con sus silencios. Un silencio, en fin, donde mora el misterio
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