jueves, 18 de julio de 2013

ENTRE EL SILENCIO Y LA PALABRA



La tensión que existe entre el silencio y la palabra se mueve en la fina línea entre el existir como persona y el no ser nada. De aquí que sea necesario mantener el equilibrio entre ambas para no perdernos en el abismo de la no existencia.

En efecto, tanto si nos excedemos en el silencio, convirtiéndonos poco menos que en autistas, como si nos volcamos en una verborrea compulsiva, corremos el riesgo de no crecer como personas y por lo tanto no crecer espiritualmente. Se trata de saber permanecer en silencio para poder escuchar la palabra que germina en él.





En nuestra exposición sobre el silencio nos vamos a apoyar en la RB y en San Bernardo.

San Benito nos habla en su Regla del valor del silencio y la Palabra principalmente en el capítulo sexto, aunque deje caer algunos mensajes aquí y allá. En el tema del silencio el Padre de los monjes se hace eco de la tradición monástica anterior a él. Cuando pone el acento en el silencio no es porque desprecie la palabra, más bien es al contrario. Se trata de un gran respeto y agradecimiento por el don de la palabra, el silencio viene a ser como un medio para usar la palabra sin frivolidad, guardándola de desviaciones que la degradan convirtiéndola en un instrumento de pecado. El silencio del que habla san Benito -la taciturnitas- no es el simple callar material, sino que habla de una actitud del corazón por la que se hace disponible para escuchar a Dios y prestar atención al hermano. El silencio, pues, no es para san Benito un mutismo orgulloso y agresivo, sino disponibilidad total para la Palabra de Dios y atención humilde a los otros. De aquí que el silencio que impone la Regla, se puede interrumpir cuando así lo reclama la caridad. Digamos que en el silencio hay una fuerza de purificación, de clarificación y de comprensión de lo esencial: por eso el silencio es fecundo. De él surge la palabra madura, la única que puede comunicar a los otros lo mejor de nosotros mismos. El silencio es también respeto al otro, y colaboración para crear espacios de serenidad y paz en la vida.


El silencio es una actitud que san Benito reclama desde el Prólogo de su Regla y va diseminando en toda ella. Por ejemplo en el capítulo cuarto, que trata de los instrumentos de las buenas obras dice:

“Abstenerse de palabras malas y deshonestas.
No ser amigo de hablar mucho.
No decir palabras vanas o que provoquen la risa.
No gustar de reír mucho o ruidosamente.
Escuchar con gusto las lectura santas.
Postrarse con frecuencia para orar.

Se ve claramente que los cuatro primeros instrumentos citados aquí están en función de los dos últimos, que hacen que se comprenda mejor el alcance e importancia del silencio: se guarda silencio para escuchar a Dios y para orar.

Si se saca de su contexto el capitulo 6 de la Regla, puede dar la impresión de rigorismo y exageración. Pero lo tenemos que ver como unos enunciados que después han de aplicarse en la vida diaria y concreta. De hecho, si lo enmarcamos en todas las alusiones que hace san Benito en su Regla, nos daremos cuenta que el silencio que quiere el Padre de los monjes, está muy lejos del mutismo casi total y deshumanizante que tal vez se podría deducir de una lectura superficial de este capítulo. Este silencio es en su fundamento atención, disponibilidad, fecundidad previa a toda palabra auténtica, tanto de cara a Dios como de cara a los otros. Pero claro, esto pide una ascesis y una mesura para capacitarnos para mantener una auténtica comunicación con Dios y con los otros, ya que la abundancia de palabras suele encubrir con bastante frecuencia la incapacidad de una verdadera comunicación.

Yo pienso y estoy verdaderamente convencido que lo que más necesitamos es que cada uno tome conciencia del valor del silencio, que cada uno ame el silencio. Porque la experiencia vivida a partir de este aprecio personal del silencio, nos capacita para entrar en el lugar escondido de nuestra propia vida donde nos encontramos con Dios y donde podemos vivir la conciencia profunda de la comunión con los demás.

Por desgracia en nuestro mundo de hoy hemos excluido de nuestra sociedad el silencio y acumulamos ruido y más ruido, por eso muchos hombres y mujeres jamás entraran en el centro de sí mismos, pues les da miedo encontrarse con esa soledad del propio corazón, y al no entrar ahí están desterrados de su verdadera existencia, sumidos en la ignorancia de sí mismos. Es por eso que en el tren, en la sala de espera o donde sea, no pueden pasar sin tener en manos un libro, sin escuchar música, sin alguna cosa que ver, que hacer o que pedir. La vida de muchas personas es tan superficial, tan terriblemente superficial que les vuelve incapaces para una verdadera comunicación que quiera ir más allá de las palabras.

Hasta aquí con san Benito, veamos ahora que nos dice el místico san Bernardo.

Si la vida cisterciense está totalmente orientada hacia el encuentro mutuo del Creador y su criatura espiritual, es normal, que san Bernardo atribuya la mayor importancia a la soledad y al silencio. Y esto porque toda búsqueda de Dios implica interioridad y recogimiento para poder llevar a cabo la voluntad divina. Este recogimiento en lo íntimo de la conciencia es requisito imprescindible para pasar al encuentro con Dios. De aquí que sea necesario potenciar este aspecto de la soledad y el silencio en el conjunto de las demás motivaciones. La soledad y el silencio son una preparación consciente y querida para la venida del Verbo al alma que se desprende de las demás preocupaciones.
 

 Escuchemos a san Bernardo:

“Siéntate, pues, solitario como la tórtola. Que nada te turbe entre la muchedumbre de los demás... ¡Oh alma santa!, permanece solitaria y resérvate exclusivamente para el Señor, a quien has elegido para ti entre todos. Huye de las gentes, huye hasta de tus familiares; aléjate de los amigos íntimos, y hasta del que te sirve. ¿No sabes que tienes un Esposo muy pudoroso, que de ninguna manera te regalaría con su presencia delante de otros? Aléjate, pues, pero con la mente, no corporalmente; con tu intención, con tu devoción, con tu espíritu. Porque Cristo el Señor es Espíritu ante ti, y busca la soledad del espíritu y no la del cuerpo; aunque a ratos no está mal que te separes también corporalmente, cuando puedas hacerlo con discreción, en especial durante la oración... Por lo demás, sólo te exige la soledad del corazón y del espíritu. Estarás solo si no piensas en torpezas, si no te afecta lo presente, si desprecias lo que angustia a muchos, si te aburre lo que todos desean, si evitas toda discusión, si no te impresionan las desgracias, si no recuerdas las injurias. De lo contrario, no te encontrarás solo ni en la soledad más absoluta. ¿Ves cómo puedes vivir rodeado de muchos, y entre muchos solo? Puedes estar solo por frecuente que sea tu trato con los demás, con tal que te libres de ocuparte en vidas ajenas como juez temerario, o como espía curioso”. (SC 40, 4-5).

Como hemos visto en este párrafo, aparece la idea constante en san Bernardo de la íntima relación entre la mística y la ética, es decir, entre la experiencia de Dios y la conducta de ella derivada. La mención al Espíritu que se presenta ante nuestro espíritu como un Esposo celoso que solicita toda nuestra atención, va seguida de la descripción detallada de todo aquello que obstaculiza a nuestra conciencia, esa multitud de pensamientos y de juicios que la invaden de continuo. El silencio, pues, es una observancia cisterciense muy importante, de tal modo que san Bernardo lo considera el guardián de la religión.

Según el Abad de Claraval se puede abusar de la palabra por diversos motivos: para distraerse, para imponerse con presunción, por vanagloria, por hablar mal con ironía, por quejarse del alimento, por confesarse pecador para parecer humilde, o para atraer la atención.

Pero sabe también que existen silencios culpables y palabras provechosas; que la crítica y la murmuración merecen ser reemplazadas por la acción de gracias y la reconciliación con el hermano. La palabra puede ser tan útil y valiosa como nociva y mortal. No sólo se pierde el tiempo de la vida con la locuacidad, sino la misma vida y la vida de los otros. Pero oigamos al mismo Bernardo:

“¡Qué verdad encierra aquella sentencia, hermanos: “en el mucho hablar no faltará el pecado!... ¡Ojalá que con estas conversaciones sólo se perdiera el tiempo! ¡Cuántos no pierden también en ellas la vida! Pierden la suya y arrancan la de sus hermanos... No temas afirmar que esta lengua es más cruel que aquella lanza que atravesó el costado del Salvador. Porque ésta desgarra el cuerpo de Cristo y sus miembros. Y no hiere un cuerpo exánime, sino que lo mata al clavarse en él... Y a pesar de ello seguimos diciendo: “¡Es tan ligera la palabra! ¡La lengua no es más que un pedazo de carne, tierna y suave!... Como no somos perfectos, después de una larga conversación sentimos nuestro espíritu vacío, la meditación menos devota, el afecto más árido y el holocausto de la oración menos fecundo. La causa son las palabras que hemos dicho u oído... Tal vez parezca que me excedo reprendiendo el uso de la palabra”. (Div 17).

Estos son los motivos por lo que es recomendable el silencio para san Bernardo. Es evidente que son negativos pero bien vividos llevan a la salvación, que es el objetivo de la vida cisterciense.

Digamos que para san Bernardo el silencio es una perfección escatológica, y las palabras un medio imperfecto pero necesario. no sólo para comunicarnos con los demás sino para hablarnos a nosotros mismos.
Veamos ahora algún texto en el que san Bernardo reconoce también el valor de la palabra:

“Mi corazón me ha abandonado y necesito hablarme a mí mismo, o más bien hablarme como a un otro. Y esto, de momento con tanta frecuencia cuanto menos vivo dentro de mí y unido a mí mismo.” (Div 110).

“Es encantador el silencio pudoroso, pero es más necesaria la palabra sumisa”.(SVM).

“El ejemplo es más eficaz que la palabra para muchas cosas, si demuestras que te ha persuadido a ti antes lo que quieres aconsejar a otro. Son más eficaces las obras que las palabras. Actúa como hablas, y no sólo me enmendarás con mayor facilidad, sino que te librarás de un gran reproche”. (Sc 59, 3).

Tenemos, pues, que para san Bernardo la palabra es útil en cuanto nos ayuda a progresar en la virtud y en la salvación. La palabra, lo mismo que el silencio, está en función de un bien mayor: la experiencia espiritual de un Dios que salva. Sólo la palabra que ha sido engendrada en el silencio es la que puede edificar a uno mismo y a los demás.

Vamos a terminar con una reflexión sobre el diálogo y el silencio en una comunidad.

El diálogo -y la capacidad para dialogar- es un componente esencial, no sólo de la madurez relacional, sino también de su identidad espiritual. Un diálogo que nace del silencio, que se nutre de silencio, que se remite al silencio.

Una comunidad formada por buscadores de Dios logra equilibrar creativa y naturalmente diálogo y silencio, justamente porque en la fraternidad buscar a Dios es una tarea, es una tarea esencialmente comunitaria que se realiza utilizando sabiamente la palabra que evoca el silencio. En esta comunidad la palabra circula libremente sin perturbar el silencio, mientras el silencio crea las condiciones ideales para decir palabras de vida. Hay, al mismo tiempo, mucha palabra y mucho silencio, pero la palabra en el silencio, no en fases sucesivas.

Un diálogo ininterrumpido se produce sobre todo en el secreto y en el silencio del alma con la Palabra que, como maná, no sólo alimenta y vivifica día tras día, sino que propone, ilumina, pide y espera respuesta. Una palabra que no sólo hay que guardar en el corazón como un tesoro, sino que es una persona viviente con la que se puede hablar y por la que uno se siente amado. Es el primer diálogo en la vida del cristiano, inmediatamente invadido por un profundo silencio. Y sin embargo, es un verdadero diálogo, un intercambio de palabras con otra persona en un acontecimiento comunicativo llamado oración, en las que se graban y pueden reconocerse, como en la “caja negra” de los aviones, las huellas y etapas del camino del ser humano hacia Dios, pero también del camino de Dios hacia el ser humano.

El cristiano sabe, o debe 
saber, que no puede guardarse sólo para sí ni esa Palabra ni esa experiencia, y que tampoco puede pretender comprender todo su sentido. Por consiguiente, el diálogo pasa del silencio de la interioridad al intercambio fraterno en la comunidad, pero girando en torno al mismo contenido, con idéntica inspiración, con la misma finalidad: buscar el rostro de Dios, reconocer las huellas del paso del que camina sobre las aguas y cuyas huellas son invisibles. Sería absurdo presumir de hacer en solitario el reconocimiento del misterio.

Este intercambio profundo produce un fruto no del todo previsto. Mientras resuena la palabra de Dios en la riqueza de experiencias y en la variedad de interpretaciones suscitadas por el mismo Espíritu, une corazones y mentes en el mismo camino de santidad. Un fruto quizás no del todo previsto, pero psicológica y espiritualmente una consecuencia evidente. “Decir a Dios” en comunidad, contando a los demás lo que Dios me ha dicho y ha hecho en mí, no sólo crea una verdadera y sólida fraternidad, sino que sobre todo ayuda a los hermanos a reconocer la acción y la palabra de Dios en su vida y hace que se vea la convergencia y unidad básicas de los caminos de santidad por diverso que sean.

Del silencio al diálogo y del diálogo al silencio. El silencio protege el diálogo con Dios; el diálogo con Dios protege y fomenta el diálogo con los hermanos que, a su vez, remite al silencio de la intimidad con Dios y con uno mismo. Y todo esto como signo cada vez más claro de un camino comunitario de santidad.

Es un hecho evidente que a Dios le gusta tanto le mediación, que normalmente se revela al hombre a través de otro hombre o, en todo caso, a través de mediaciones humanas. Así nos lo presenta la Biblia. Es como una metodología de la salvación. Lo que quiero decir con esto es que en la vida espiritual nada funciona automáticamente. Incluso la mediación de que Dios se sirve no se ve en seguida con claridad, no me revela inmediatamente lo que Dios quiere de mí, ni se impone inequívocamente. Y no se la puede tratar como a cualquier comunicación o información, sino que precisa un espacio propio para ser correctamente descifrada y entendida. Este espacio es el silencio, seno que no sólo da a luz la palabra, sino que también hace que se comprenda a partir de la palabra que viene de Dios. Es ahí, en el silencio, donde el misterio de la teofanía se disuelve y se ilumina; pues sólo cuando callan las palabras, es cuando la palabra puede revelar su origen y destino, de dónde viene y adónde va.

En las comunidades cristianas hay tanta, tantísima palabra, que no nace del silencio y vive huérfana de él; que no es acogida en este seno fecundo y corre el riesgo de quedarse muda, sin sentido, de no ser entendida. O se le puede dar un sentido superficial, inmediato o emotivo, sin reflexión alguna que permita rebasar las puras apariencias. Es como si se interrumpiera el diálogo que Dios inicia para comunicarnos su voluntad. Pero también se interrumpe, o no tiene sentido, el diálogo fraterno que cuando carece de silencio, es un puro sonido que rasga el aire e, incluso a veces, las mismas relaciones entre las personas.


El diálogo es uno de los primeros indicadores de la calidad de la vida fraterna y desempeña un papel realmente importante en el camino de una comunidad hacia la santidad comunitaria. Pero para volver a ser medio y expresión de la búsqueda comunitaria de Dios, nuestro hablar requiere silencio. Pero, evidentemente, no cualquier tipo de silencio. No el silencio que es pura ausencia de palabra y mucho menos si es rechazo de la misma; tampoco el silencio que se guarda por disciplina o que va exclusivamente unido a la oración. Aquí nos referimos a ese clima interior de silencio que hace que resuene en las profundidades del espíritu el sentido de los acontecimientos, encuentros, palabras, retos e imprevistos, para reconocer en la vida y más allá de ella la llamada misteriosa de Dios que viene y la posibilidad de responderle e ir a su encuentro. Un silencio que acalle resonancias agresivas y resentimientos excesivos, que despierte la benevolencia gratuita y la valoración positiva de los demás, que fomente el sentido de la responsabilidad ante el hermano y la acogida del don de su presencia, que escuche a Dios que me habla por el otro y al otro que me habla tal como es, con su humor, con su requerimiento de ayuda y con sus silencios. Un silencio, en fin, donde mora el misterio

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