DESEOS DE BUSCAR A DIOS EN EL DESIERTO

La soledad es un algo esencial para la intimidad del amor. Podíamos
empezar aquí asegurando que en la vida mundana, todo amor entre hombre y
mujer requiere soledad, la soledad aumenta la confianza y el amor entre
los seres y también entre estos y Dios, por ello nada tiene de extraño
que haya personas que deseen buscar a Dios en la soledad y el silencio
del desierto o el yermo. Escribía un alma enamorada de Dios: Mi alma te
busca y te ansía desesperadamente Señor, y pienso que ningún sitio mejor
para poseerte aquí abajo, que en la soledad del desierto.
El
tema de la soledad o aislamiento, del cual ya hemos hablado en otras
ocasiones, es ambivalente, ya que mientras en el orden material, existe
el deseo de no estar solo de no estar aislado de sentirse amparado por
la compañía de otra persona o personas, tal como antes ya hemos visto,
en el orden espiritual se da lo que podríamos llamar el “deseo de
desierto”. Se trata de aquellas personas que inflamadas en el amor a
Dios, embelesadas en este amor, solo desean estar con Él en
exclusividad. Es el caso de los antiguos Padres del desierto, y de todos
aquellos que tienen el privilegio de sentir la llamada a una vocación
eremítica, o de los que buscan ingresar, en una cartuja, en un yermo
camaldulense o en un desierto carmelitano.

Santa Teresa de
Jesús alude a este tema en su obra, “Moradas o castillo interior”,
escribiendo: Da Dios a estas almas, un deseo tan grandísimo de no
descontentarle en cosa ninguna, por poquito que sea, ni hacer una
imperfección, que por sólo esto aunque no fuese por más, querría huir de
las gentes, y ha gran envidia a los que viven y han vivido en los
desiertos. Evidentemente esto es así, esta clase de almas tan
tremendamente enamoradas del Señor, tienen envidia de los que viven en
el desierto. Escribe Vittorio Messori: “Un símbolo es la iglesia, la
catedral, el lugar del encuentro comunitario, el momento de estar junto
con todos los vivos y con todos los muertos. El otro símbolo es el
yermo, es la celda, la estancia desnuda y silenciosa, momento de la
soledad, de la reflexión. La plaza y el desierto he aquí los dos polos
de la tensión cristiana”.
El deseo de buscar a Dios en el
desierto en la soledad, tiene varios fundamentos: el primero es el hecho
incontestable de que a Dios se le encuentra más pronto y mejor, en la
soledad y en el silencio. A Dios hay que escucharle en el ruido del
silencio, es difícil escucharle en el ruido del mundo. Sin embargo hay
quienes consideran que no es imprescindible el aislamiento físico, Así,
Henry Nouwen escribe: La soledad que realmente importa es la soledad del
corazón. Es una cualidad interior o una actitud que no depende de
ningún tipo de aislamiento físico. En ocasiones este aislamiento es
necesario para desarrollar esta soledad del corazón, pero puede ser
triste y hasta peligroso el considerar como algo esencial a la vida
espiritual lo que puede ser un accidente personal o un privilegio de
monjes o eremitas. Considero necesario aclarar a esta opinión de Nouwen,
de que el llamémoslo “don eremítico” tiene un carácter accidental. Esta
carácter accidental solo se puede decir que lo tienen, aquellas
personas que carecen del “don eremítico” ya que este es un regalo que
Dios otorga solo a los que por su amor, son capaces de renunciar con un
carácter total y absoluto, a todo lo de este mundo les ofrece y aceptar
la dureza de una vida, de la que solo se tiene ligeras nociones de ella,
los que temporalmente han querido saber lo que esto era. Porque una
cosa es ser eremítico una temporada y otra distinta es quemar las naves y
ser eremítico hasta que Dios le llame a uno.

En cuanto al
silencio, para mejor comprender la importancia de este, conviene
recordar un dicho que dice, que: cuando oramos le hablamos a Dios y
cuando leemos es Dios quien nos habla. Pues bien, no cabe duda de que
para leer sosegadamente necesitamos del silencio, nuestra mente debe de
estar atenta a lo que nos dice el libro y no se puede concentrar uno en
lo que nos dice el libro si al mismo tiempo queremos escuchar la radio y
aún peor; ver la TV. En el desierto material podemos encontrar, las
condiciones ideales para contactar con Dios. Pero además de lo ya
expuesto, tenemos otro fundamento que es el que dio origen a los
primeros movimientos eremíticos. Thomas Merton escribe: “En aquellos
días los hombres habían llegado al profundo convencimiento del carácter
estrictamente individual de la salvación. La sociedad era contemplada
por ellos como un naufragio, y cada individuo tenía que nadar para
salvar su vida”. El eremita tenía que ser entonces y ahora también, un
hombre maduro en la fe, humilde y distante de sí mismo en un grado
realmente terrible.
La vida solitaria supone una purificación
áspera y dura del corazón… La vida del ermitaño es una vida de pobreza
material y física sin apoyo visible. La vocación a una soledad total, es
una vocación al sufrimiento, a la oscuridad y al anonadamiento. Sin
embargo cuando uno tiene esta vocación, la prefiere a cualquier paraíso
terrenal. Lo terrible de la vida solitaria, es la cercanía con que acosa
a nuestra alma la voluntad de Dios. Es mucho más fácil y más seguro, el
que nos llegue la voluntad de Dios, filtrada suavemente a través de la
sociedad, de las leyes de los hombres y de las órdenes de otros, que no
en una relación directa sin filtro alguno que se nos interponga entre
nosotros y el Señor.
El ermitaño vive como un profeta a quien
nadie escucha como una voz que grita en el desierto, como un signo de
contradicción. El mundo no lo quiere, porque él no tiene nada que
pertenezca al mundo, y él no entiende al mundo. El mundo por eso tampoco
lo entiende a él. Pero esta es su misión, ser rechazado por el mundo,
que a la vez rechaza la temible soledad de Dios mismo. El ermitaño, está
ahí, para ponernos en guardia contra nuestra natural obsesión, por lo
que se ve, por lo social, y lo común de la vida cristiana que a veces
tiende a ser desordenadamente activa, y termina por meterse más de la
cuenta en la vida de la sociedad secular no cristiana. El cristiano
ordinario reiteradamente olvida que está en el mundo, pero no es del
mundo. Más, en el caso de que llegue a olvidarlo o, lo que es peor en el
caso de que nunca se llegue a dar cuenta de ellos, ha de haber hombres
que renuncien completamente al mundo. Hombres que ni estén en el mundo
ni sean del mundo.
No obstante, se equivoca aquellos, que se
hayan hecho o tengan la idea de hacerse ermitaños, pensando que solo
podrían llegar a ser santos huyendo de los otros seres humanos. Una vida
de soledad deliberada solo se justifica, si el eremita está convencido
de que su aislamiento le servirá para amar no solo a Dios, sino también a
los demás. Si alguien se retira al desierto solamente para alejarse de
aquellos que no le gustan, no encontrará paz ni soledad; tan solo se
aislará con una muchedumbre de demonios. Siempre ha habido y habrá
ermitaños que viven en medio de los hombres sin saber porqué. Están
condenados a su aislamiento, bien por su temperamento, bien por las
circunstancias, y llegan a acostumbrarse a él. No es a estos a los que
me refiero sino aquellos que, habiendo llevado una vida ordenada y
activa en el mundo, abandonan su vida y se van al desierto.
En
relación a la vida contemplativa, es verdad que una llamada a mayor
soledad, no es directamente, sinónimo de vocación contemplativa, pero
sin embargo, sí que acentúa la dimensión contemplativa de la vida. Como
sabemos la contemplación y el llevar vida contemplativa, es un especial
don que Dios otorga no a toda alma enamorado de Él, que lo anhela
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