jueves, 20 de junio de 2013

UNION Y DIVISION

Para llegar a ser yo mismo, tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo, tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
            Esto se debe a que he nacido en el egoísmo y, por tanto, mis esfuerzos naturales para hacerme más real y más yo mismo, me hacen menos real y menos yo mismo, porque giran en torno a una mentira.

Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la cantidad limitada de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
            Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división sino en la unidad, ya que somos «miembros unos de otros».
            Quien vive en la división no es una persona, sino únicamente un «individuo».
            Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por ello vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto incluso me ayuda a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte...
            Quien vive en la división, vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya Mirada está el ser de todo lo que existe, le dirá: «No te conozco».


Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tienden a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar del secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores en este mundo?
            Esta enfermedad es más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
            Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación por el cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
            El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: «Soy un santo». Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran, o quizás lo evitan –¡el dulce homenaje de los pecadores!–. El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, pero piensa: «Es el fuego del amor de Dios».
            Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
            El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentra en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos lo lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo.
            Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines («No soy como los demás hombres» [Lc 18,9-14]).
            Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, puede hacer en nombre de Dios y de Su amor, y para Su gloria. Está tan satisfecho de sí mismo que ya no puede tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior–. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece que lo acepta por el momento, pero en su corazón dice: «Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. A los santos siempre les ha sucedido así».
            Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
            Cuando tal persona se cree que es un profeta, un mensajero de Dios, o que tiene una misión para reformar el mundo, las consecuencias son terribles... Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.

Tengo que buscar mi identidad, de alguna manera, no sólo en Dios sino también en los otros.
            Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si fuera un ser de una especie diferente.
Thomas Merton "Nuevas Semillas de Contemplación"

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