Para llegar a ser yo mismo, tengo que dejar de ser
lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo, tengo
que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
Esto se debe a que he nacido en el egoísmo y, por tanto, mis esfuerzos
naturales para hacerme más real y más yo mismo, me hacen menos real y
menos yo mismo, porque giran en torno a una mentira.
Quienes
no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se
imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos,
ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de
hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte
de la cantidad limitada de bienes creados y acentuando así la diferencia
entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en
absoluto.
Sólo pueden concebir una manera de hacerse
reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y
distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser
buscada en la división sino en la unidad, ya que somos «miembros unos
de otros».
Quien vive en la división no es una persona, sino únicamente un «individuo».
Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He
conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado
de lo que vosotros no tendréis jamás. Por ello vosotros sufrís y yo soy
feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo
vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros
no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre
vosotros y yo; a veces esto incluso me ayuda a olvidar a las personas
que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé debido a mi
lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son
elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte...
Quien vive en la división, vive en la muerte. No puede encontrarse a sí
mismo porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona
que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había
dejado de existir hacía mucho porque Dios, que es la realidad infinita y
en cuya Mirada está el ser de todo lo que existe, le dirá: «No te
conozco».
Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del
orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el
corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay
algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto
como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a
apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tienden a destruir sus
virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí
mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar del
secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los
seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas
alguna agradable distinción del común de los pecadores en este mundo?
Esta enfermedad es más peligrosa cuando consigue aparecer como
humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le
resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado
mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de
fortaleza y abnegación por el cual, finalmente, el trabajo y los
sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia
esté en paz. Pero antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz
de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una
voluntad que ama su propia excelencia.
El placer que
siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas
bien, le dice secretamente: «Soy un santo». Al mismo tiempo, parece que
otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran, o quizás lo
evitan –¡el dulce homenaje de los pecadores!–. El placer se convierte en
un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de
Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la
llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, pero
piensa: «Es el fuego del amor de Dios».
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus
obras. El gusto que encuentra en los actos que lo hacen admirable a sus
propios ojos lo lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a
escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil
organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su
sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo.
Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines («No soy como los demás hombres» [Lc 18,9-14]).
Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el
mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, puede hacer en nombre
de Dios y de Su amor, y para Su gloria. Está tan satisfecho de sí mismo
que ya no puede tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un
superior–. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las
manos y parece que lo acepta por el momento, pero en su corazón dice:
«Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien
está guiado por el Espíritu de Dios. A los santos siempre les ha
sucedido así».
Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
Cuando tal persona se cree que es un profeta, un mensajero de Dios, o
que tiene una misión para reformar el mundo, las consecuencias son
terribles... Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de
Dios resulte odioso para los hombres.
Tengo que buscar mi identidad, de alguna manera, no sólo en Dios sino también en los otros.
Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la
humanidad como si fuera un ser de una especie diferente.
Thomas Merton
"Nuevas Semillas de Contemplación"
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