viernes, 28 de junio de 2013

CONCLUSIÓN DE LA REGLA DE SAN BENITO. (R.B.73)




Con el capítulo 73 se termina en el estado definitivo en que nos la transmitió la tradición. No hay duda de que este capítulo es auténtico de san Benito, y expresa perfectamente su concepto sobre la vida monástica.
Una de las cosas que impactan en este capítulo, es la humildad de Benito que sabe situar su trabajo en un contexto mucho más amplio en el que él no es más que un eslabón en la larga cadena de la tradición. Para él la vida monástica no consiste en observar un cierto número de reglamentos y practicar un fuerte número de ejercicios ascéticos. Sino que consiste en el caminar de persona que se lanzan con toda su energía hacia el fin de la vida cristiana que es la perfección de la caridad. La Regla no tiene otro fin que presentar algunas orientaciones para este caminar. Con una sencillez y una sinceridad que nada tienen de falsa humildad, san Benito dice que retrata de una Regla “para principiantes”. Pero no se trata de principiantes ordinarios. Los que él tiene a la vista son principiantes “que se apresuran hacía la patria celestial”. Y en este camino estamos siempre en el principio, hasta que lleguemos al destino.
Esto nos indica la actitud que debe os tener frete a la Regla, lo que debemos buscar y lo que no podremos encontrar.. Sería un puro arcaísmo, y una gran aberración que sería un buen monje benedictino practicando a la letra las prescripciones de san Benito, pues muchas de estas prescripciones no están adaptadas a nuestro contexto actual, ni a la conciencia eclesial y a las sensibilidades teológicas de nuestro tiempo. Es necesario ver la Regla como ha sido vista durante siglos: como la expresión particularmente rica, equilibrada y adaptada a su tiempo con una tradición espiritual mucho más antigua y que no podría nunca ser aprisiona en un texto.
Por principio Benito remite a la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento que es el único texto que reconoce con carácter normativo. Y la única vez que utiliza en la Regla la palabra latina “norma”. Es, dice él, una norma perfecta (rectísima norma) de vida humana. Sencillamente de vida cristiana, pero también de “vida humana” y reenvía también a los “a los Padres Católicos”, indicando aquellos que nosotros llamamos “Padres e la Iglesia”, comprende los Padres del Monaquismo. Hace referencia a Casiano, pero sin nombrarlo, explícitamente no nombra a ningún Padre, solamente al que tiene un profundo sentido cenobítico: que él llama nuestro Padre san Basilio”


 


 Este hermoso capítulo con que concluye la Regla nos permite una reprovisión de conjunto sobre la forma como san Benito ve la vida monástica. En primer lugar el monje debe ser humano completo, equilibrado y feliz que desea vivir en plenitud. Es aquel que, oye decir a Dios: ¿Cuál es el hombre que ama la vida y desea ver día felices” y ha respondido “Yo” (Prol, 15-16). Y para llegar a ese fin tiene una norma segura en las Escrituras. El monje es también un hombre que, a través de las Escrituras, ha recibido la Revelación y el mensaje de Cristo, Es pues un Cristiano que debe encontrar en l Evangelio todas la enseñanzas de que tiene necesidad, y hacer de él su norma de vida. Este Evangelio lo ha recibido a través de la tradición de los Padres, y ha sido llamado por Dios a vivir su vida cristiana en una modalidad, o según un camino que la tradición ha llamado “monástico” Por eso encuentra en la Regla de Benito una interpretación del Evangelio, marcado por la sabiduría, y aplicado a un contexto cultural determinado. Necesita más allá de la Regla, y con la ayuda de la Regla, volver constantemente al Evangelio y, Como Benito lo hizo para su siglo, encontrar como encarnar la misma postura espiritual en el mundo de hoy. Ese es nuestro desafío continuo, como individuos, como comunidad, como Orden.

ARMAND VEILLEUX . O.C.S.O. Abad en Scourmont.

jueves, 20 de junio de 2013

UNION Y DIVISION

Para llegar a ser yo mismo, tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo, tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
            Esto se debe a que he nacido en el egoísmo y, por tanto, mis esfuerzos naturales para hacerme más real y más yo mismo, me hacen menos real y menos yo mismo, porque giran en torno a una mentira.

Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la cantidad limitada de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
            Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división sino en la unidad, ya que somos «miembros unos de otros».
            Quien vive en la división no es una persona, sino únicamente un «individuo».
            Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por ello vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto incluso me ayuda a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte...
            Quien vive en la división, vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya Mirada está el ser de todo lo que existe, le dirá: «No te conozco».


Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tienden a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar del secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores en este mundo?
            Esta enfermedad es más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
            Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación por el cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
            El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: «Soy un santo». Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran, o quizás lo evitan –¡el dulce homenaje de los pecadores!–. El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, pero piensa: «Es el fuego del amor de Dios».
            Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
            El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentra en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos lo lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo.
            Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines («No soy como los demás hombres» [Lc 18,9-14]).
            Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, puede hacer en nombre de Dios y de Su amor, y para Su gloria. Está tan satisfecho de sí mismo que ya no puede tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior–. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece que lo acepta por el momento, pero en su corazón dice: «Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. A los santos siempre les ha sucedido así».
            Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
            Cuando tal persona se cree que es un profeta, un mensajero de Dios, o que tiene una misión para reformar el mundo, las consecuencias son terribles... Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.

Tengo que buscar mi identidad, de alguna manera, no sólo en Dios sino también en los otros.
            Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si fuera un ser de una especie diferente.
Thomas Merton "Nuevas Semillas de Contemplación"

sábado, 15 de junio de 2013

SED DE DIOS.


No podría mejor concebir este escrito sin unirlo a la propia experiencia de Fe, de vocación o de vida espiritual que a cada minuto estoy sintiendo desde hace tiempo.
Quizás esa falta de espiritualidad  que he observado en la vida,  hasta hace poco, me hace replantarme este camino.
Vivimo una época convulsa. Una época caracterizada por ese vacio existencial que el ser humano está experimentando . Observo la riqueza del ser humano malgastada en dialécticas inútiles.
Y eso crea un gran vacío interior que supone el abandono, la decepción, la dejadez.
Hace falta algo tan importante como sentido común, o a lo mejor algo más, ¿coherencia?   vivir....igual que la fe....la vivencia y la religiosidad en una comunidad cuya valores que proclaman sirvan para unir y dirigirse hacia unos fines concretos.
Hoy hasta la idea de Dios está manipulada, carece de una visión por y para el hombre.


La idea de Iglesia, religión, fraternidad, caridad.


 LA CARIDAD.Esa es la palabra. Dirigir la vida hacia el servicio y la gratuitidad. Y eso lo manifiesta el que es pobre de espíritu:pobreza de espíritu es sinónimo de humildad. Mi alma es igual que la tuya, esta hecha de los jirones de la vida, los buenos y los malos, y nos corresponde al individuo, vestirla,  aceptarla. Y esto no es posible si olvidamos mirar a Dios y entregarnos a un único fin, ser mísero en mi para entender la miseria de los demás.

 Tengo SED de Dios. Tenemos sed de Dios aun cuando no somos conscientes de eso.

Hace falta volver al espíritu, esa es la razón de esa sed que no se sacia nada mas que con el encuentro con El.
No tengais miedo, la sed de Dios se sacia con su encuentro, y solo la oración puede calmarla, es un bálsamo el vehiculo sincero de comunicación, entre Cristo y el Padre.


Mat 25, 35-40
Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; 36 estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme. 37Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te
dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? 38 ¿Cuándo te vimosforastero, y te acogimos; o desnudo y te vestimos?, 39 ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? 40 Y el rey les dirá: en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicisteis.


Se dice, y se  habla en nombre de Dios, proclamamos  la grandeza del Ser divino. Habla en boca de los justos, no habla en boca de necios.

Dios esta hecho para el hombre, vive desde el hombre, en el hombre y por el hombre. Se manifiesta nada mas en la acción y en el cuerpo, se convierte en realidad cuando le dejamos cohabitar en el individuo.
No hay más máxima.
Tenemos que aprender a saciar esa enorme sequía que nos proporciona el desengaño de este mundo, de una vida que cada vez se asemeja mas a la búsqueda del momento y no a la construccion del dia a dia.
Nos hemos olvidado de orar, de no tener miedo de decirle al Señor te necesito, o estoy solo. La soledad es buena si se utiliza como encuentro primero consigo mismo, despues en relacion a la vida (mi vida) y luego en relacion a DIOS, inútil es la vida que refleja una soledad que esclaviza no solo lo que hay en tí como cuerpo, mente y espíritu si no que ademas que secuestra la figura del Creador.
   A largo de nuestra vida vamos a pasar por desiertos, o momentos de dificultades que hagan que nuestra vida se tambaleé . Pero debemos aprender la necesidad de pasar momentos difíciles, la necesidad del desierto, como oportunidades para centrar nuestra vida en Dios, de organizarnos en torno a Sus normas. Oportunidades para valorar los buenos momentos que Dios nos da. Aprendamos a apreciar el esfuerzo. No pensemos que el camino más fácil siempre es el mejor, o el que Dios quiere. Aunque nos duela y nos disguste tenemos necesidad de pasar por el desierto en nuestra vida. El desierto nos puede hacer fuertes para lograr vencer futuras batallas.


Sor +Isabel María Pérez Moreno.
Dama del Temple







sábado, 8 de junio de 2013

LA VIRGEN MARIA EN LA REGLA DE SAN BENITO



La Regla de San Benito (RB), no menciona nunca a la Virgen, ni por alusión. Tampoco San Gregorio Magno la menciona en su libro de la Vida de San Benito. Esta Vida, más que una biografía, es un ícono o una radiografía de lo que hace a un Santo. Un siglo antes, la Iglesia había formulado el dogma de María como Madre de Dios (Concilio de Éfeso en 431). Concretamente, el término griego es “Theotokos” – literalmente “Paridora” de Dios, o sea, la que trajo a Dios al mundo. Es la época de los grandes dogmas cristológicos y trinitarios.
Sin embargo, San Gregorio Magno nos da una pista: se observa en la Vida de San Beni-to una interiorización progresiva. No se trata tanto de ver a Dios o a los Santos fuera, sino dentro de uno mismo; somos templo del Espíritu Santo.
Vemos que hay en nuestro medio mucha devoción a la Virgen, a veces exagerada y con abusos que rayan en lo supersticioso. Esto no lleva a ninguna parte. Para hacer un camino espiritual, se trata de imitar las actitudes de la Virgen, de relacionarnos con Dios como lo hizo ella. Sólo así podremos traer a Cristo al mundo que nos rodea.
Visto de esta manera, observamos que, si bien San Benito no menciona a la Virgen, las actitudes de ella están presentes en su Regla a los Monjes.
Comencemos con la Anunciación: este texto, por supuesto, es un esquema teológico donde se funden el esquema de la vocación y el de una misión. Pero en esta reflexión teológica del evangelista se refleja la experiencia de una joven, de su relación con Dios. Al anuncio que va a tener un hijo, sin concurso de varón, ella se llama a sí misma “es-clava del Señor”. “Esclava” es una palabra muy fuerte. En la antigüedad, los esclavos no tenían lo que llamaríamos hoy “derechos humanos”. Estaban a la merced de los ca-prichos y ocurrencias de sus dueños. Con esta actitud de total entrega en las manos de Dios nos da un ejemplo y nos indica un camino que ella llamaría más tarde en el Magní-ficat la “humillación de su esclava”.
San Benito escribe en su Regla todo un capítulo sobre la humildad (RB 7). En él se trata de vaciarse de todos los apegos, de desmantelar el egoísmo. Pero, la humildad no es un fin en sí mismo; es un camino de liberación de los apegos del ego, que nos capacita para amar. La meta es el amor. Dice: “Subidos, pues, todos estos escalones de la humildad, el monje llegará en seguida a ese amor de Dios que, siendo “per-fecto, expulsa el temor” (1 Jn 4,18). Por él, todo lo que antes cumplía por miedo, empezará a hacerlo sin esfuerzo, como algo natural y habitual, no ya por temor al infierno sino por amor a Cristo, por la misma buena costumbre y el gozo de la virtud” (RB 7,68-69). Y, donde está el amor, allí está Dios. La humildad nos capacita para traer a Dios al mundo, para aceptar la presencia y acción de Dios en nuestras vidas.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35): también San Benito insiste al final del capítulo sobre la humildad (RB 7,70) en que “Todo lo cual se dignará el Señor manifes-tarlo por el Espíritu Santo a su obrero, ya purificado de vicios y pecados”.
Como todo es obra y gracia de Dios, María puede decir: “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1,46). Así mismo, San Benito insiste en que todo se haga para la gloria de Dios. “Lo bueno que veas en ti atribúyeselo a Dios y no a ti; lo malo, en cambio, sabe que es obra tuya e impútatelo a ti mismo” (RB 4,42-43). “Para que en todas las cosas Dios sea glorificado” (RB 57,9). Ya en el prólogo se dirige a los que, “reconociendo que todo lo bueno que hay en ellos no es obra de sí mismos sino del Señor, lo glorifican diciéndole con el Profeta: ‘No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria’ (Sal 113B,1). Igual que el Apóstol Pablo no se atribuyó nada de su predicación al decir: ‘Por la gracia de Dios soy lo que soy’ (lCor 15,10), y ‘El que se gloríe, gloríese en el Señor’ (2Cor 10,17)” (RB Prol 29-32).
“María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). En la RB todo está organizado de tal manera para que se facilite la “meditatio”, es decir la “ru-mia”, el darle vueltas a algo en el corazón, para asimilarlo, para dejarse empapar por ello: liturgia, lectio, lectura de mesa, lectura del capítulo. El monje se expone día y noche a la Palabra, para dejarse transformar por ella. Eso es para fijar nuestro corazón en Dios.
“Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5). Desde su experiencia María puede invitar a otros a poner su confianza en Dios, en su Hijo. Ella no atrae hacia sí misma, sino que nos remite a Cristo. RB insiste mucho en la obediencia. Ésta no es tanto una esclavitud, sino una liberación de la esclavitud de nuestros caprichos y vicios, para que Dios se pueda mani-festar en nuestra vida con todo su poder. San Benito quiere que el monje llegue a ser un instrumento en las manos de Dios. La obediencia al abad es sólo la piedra de toque para ver la calidad de la obediencia a Dios.
El hecho de la presencia de María en la RB, sin que haya alusión o mención expresa de ella, nos invita a repensar nuestra devoción a la Virgen. ¿La vemos solamente como alguien a quien podemos admirar e idealizar, o como la que nos consigue favores con Dios? O, por el contrario, ¿estamos dispuestos a dejarnos interpelar por su última palabra que nos fue transmitida: “hagan lo que Él les diga”? En el contexto de la misión continental, éste será uno de los desafíos si queremos que Cristo se manifieste entre nosotros con claridad.
P. Beda Hornung, o.s.b.

Charla dada en la IX reunión de vida monástica y contemplativa de Venezuela, realizada en nuestro monasterio.
fuente:  http://trapense.com.ve/wp/?p=262

miércoles, 5 de junio de 2013

DIOS EN NOSOTROS Y FUERA DE NOSOTROS

El monje cisterciense del siglo XII, está formado en el total olvido de sí mismo para estar lo más posible en Dios por medio de la contemplación, mas su contemplación no es efímera, pasajera, discurre y es en la vida concreta, mira a Dios; ve a Dios en todo, pero si puedo decirlo, de una manera diagonal, oblicua, que le da la intuición y ve mejor por medio de la reflexión, la miseria total del alma. Lo ve sí, de una forma que se escapa al razonamiento puramente lógico, humanamente hablando. Además bajo esta luz mística, el monje contemplativo, tiene una percepción inequívoca de sus faltas, vacilaciones, y se mira y se juzga.
 La vida contemplativa no solo trata de buscar a Dios sino de buscarnos, hallarnos y desde ese sentir buscar a Dios en lo más recóndito de nuestro interior. La tarea no se centra en nosotros mismos, es decir, se trata de mirar en nuestra miseria la mirada de Dios, no basta con una percepción de mi mismo que conduzca a una confrontación de mi yo proyectado, si no buscar reflejar la imagen de nosotros mismos donde hallaremos a Dios. ¿Como? a través de la Oración; a través de nuestro quehacer diario; vemos a Dios en cada momento tratando de armonizar mis acciones y descubrirlo y hallarlo...no es una llamada, es salir a un encuentro, esa proyección de mi posibilidad de ser con la realidad de mi mismo y de DIOS.
 
Sor + Isabel María Pérez Moreno
Dama del Temple

DESEOS DE BUSCAR A DIOS EN EL DESIERTO


La soledad es un algo esencial para la intimidad del amor. Podíamos empezar aquí asegurando que en la vida mundana, todo amor entre hombre y mujer requiere soledad, la soledad aumenta la confianza y el amor entre los seres y también entre estos y Dios, por ello nada tiene de extraño que haya personas que deseen buscar a Dios en la soledad y el silencio del desierto o el yermo. Escribía un alma enamorada de Dios: Mi alma te busca y te ansía desesperadamente Señor, y pienso que ningún sitio mejor para poseerte aquí abajo, que en la soledad del desierto.

El tema de la soledad o aislamiento, del cual ya hemos hablado en otras ocasiones, es ambivalente, ya que mientras en el orden material, existe el deseo de no estar solo de no estar aislado de sentirse amparado por la compañía de otra persona o personas, tal como antes ya hemos visto, en el orden espiritual se da lo que podríamos llamar el “deseo de desierto”. Se trata de aquellas personas que inflamadas en el amor a Dios, embelesadas en este amor, solo desean estar con Él en exclusividad. Es el caso de los antiguos Padres del desierto, y de todos aquellos que tienen el privilegio de sentir la llamada a una vocación eremítica, o de los que buscan ingresar, en una cartuja, en un yermo camaldulense o en un desierto carmelitano.

Santa Teresa de Jesús alude a este tema en su obra, “Moradas o castillo interior”, escribiendo: Da Dios a estas almas, un deseo tan grandísimo de no descontentarle en cosa ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, que por sólo esto aunque no fuese por más, querría huir de las gentes, y ha gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos. Evidentemente esto es así, esta clase de almas tan tremendamente enamoradas del Señor, tienen envidia de los que viven en el desierto. Escribe Vittorio Messori: “Un símbolo es la iglesia, la catedral, el lugar del encuentro comunitario, el momento de estar junto con todos los vivos y con todos los muertos. El otro símbolo es el yermo, es la celda, la estancia desnuda y silenciosa, momento de la soledad, de la reflexión. La plaza y el desierto he aquí los dos polos de la tensión cristiana”.

 
El deseo de buscar a Dios en el desierto en la soledad, tiene varios fundamentos: el primero es el hecho incontestable de que a Dios se le encuentra más pronto y mejor, en la soledad y en el silencio. A Dios hay que escucharle en el ruido del silencio, es difícil escucharle en el ruido del mundo. Sin embargo hay quienes consideran que no es imprescindible el aislamiento físico, Así, Henry Nouwen escribe: La soledad que realmente importa es la soledad del corazón. Es una cualidad interior o una actitud que no depende de ningún tipo de aislamiento físico. En ocasiones este aislamiento es necesario para desarrollar esta soledad del corazón, pero puede ser triste y hasta peligroso el considerar como algo esencial a la vida espiritual lo que puede ser un accidente personal o un privilegio de monjes o eremitas. Considero necesario aclarar a esta opinión de Nouwen, de que el llamémoslo “don eremítico” tiene un carácter accidental. Esta carácter accidental solo se puede decir que lo tienen, aquellas personas que carecen del “don eremítico” ya que este es un regalo que Dios otorga solo a los que por su amor, son capaces de renunciar con un carácter total y absoluto, a todo lo de este mundo les ofrece y aceptar la dureza de una vida, de la que solo se tiene ligeras nociones de ella, los que temporalmente han querido saber lo que esto era. Porque una cosa es ser eremítico una temporada y otra distinta es quemar las naves y ser eremítico hasta que Dios le llame a uno.
En cuanto al silencio, para mejor comprender la importancia de este, conviene recordar un dicho que dice, que: cuando oramos le hablamos a Dios y cuando leemos es Dios quien nos habla. Pues bien, no cabe duda de que para leer sosegadamente necesitamos del silencio, nuestra mente debe de estar atenta a lo que nos dice el libro y no se puede concentrar uno en lo que nos dice el libro si al mismo tiempo queremos escuchar la radio y aún peor; ver la TV. En el desierto material podemos encontrar, las condiciones ideales para contactar con Dios. Pero además de lo ya expuesto, tenemos otro fundamento que es el que dio origen a los primeros movimientos eremíticos. Thomas Merton escribe: “En aquellos días los hombres habían llegado al profundo convencimiento del carácter estrictamente individual de la salvación. La sociedad era contemplada por ellos como un naufragio, y cada individuo tenía que nadar para salvar su vida”. El eremita tenía que ser entonces y ahora también, un hombre maduro en la fe, humilde y distante de sí mismo en un grado realmente terrible.


La vida solitaria supone una purificación áspera y dura del corazón… La vida del ermitaño es una vida de pobreza material y física sin apoyo visible. La vocación a una soledad total, es una vocación al sufrimiento, a la oscuridad y al anonadamiento. Sin embargo cuando uno tiene esta vocación, la prefiere a cualquier paraíso terrenal. Lo terrible de la vida solitaria, es la cercanía con que acosa a nuestra alma la voluntad de Dios. Es mucho más fácil y más seguro, el que nos llegue la voluntad de Dios, filtrada suavemente a través de la sociedad, de las leyes de los hombres y de las órdenes de otros, que no en una relación directa sin filtro alguno que se nos interponga entre nosotros y el Señor.

El ermitaño vive como un profeta a quien nadie escucha como una voz que grita en el desierto, como un signo de contradicción. El mundo no lo quiere, porque él no tiene nada que pertenezca al mundo, y él no entiende al mundo. El mundo por eso tampoco lo entiende a él. Pero esta es su misión, ser rechazado por el mundo, que a la vez rechaza la temible soledad de Dios mismo. El ermitaño, está ahí, para ponernos en guardia contra nuestra natural obsesión, por lo que se ve, por lo social, y lo común de la vida cristiana que a veces tiende a ser desordenadamente activa, y termina por meterse más de la cuenta en la vida de la sociedad secular no cristiana. El cristiano ordinario reiteradamente olvida que está en el mundo, pero no es del mundo. Más, en el caso de que llegue a olvidarlo o, lo que es peor en el caso de que nunca se llegue a dar cuenta de ellos, ha de haber hombres que renuncien completamente al mundo. Hombres que ni estén en el mundo ni sean del mundo.

 
No obstante, se equivoca aquellos, que se hayan hecho o tengan la idea de hacerse ermitaños, pensando que solo podrían llegar a ser santos huyendo de los otros seres humanos. Una vida de soledad deliberada solo se justifica, si el eremita está convencido de que su aislamiento le servirá para amar no solo a Dios, sino también a los demás. Si alguien se retira al desierto solamente para alejarse de aquellos que no le gustan, no encontrará paz ni soledad; tan solo se aislará con una muchedumbre de demonios. Siempre ha habido y habrá ermitaños que viven en medio de los hombres sin saber porqué. Están condenados a su aislamiento, bien por su temperamento, bien por las circunstancias, y llegan a acostumbrarse a él. No es a estos a los que me refiero sino aquellos que, habiendo llevado una vida ordenada y activa en el mundo, abandonan su vida y se van al desierto.

En relación a la vida contemplativa, es verdad que una llamada a mayor soledad, no es directamente, sinónimo de vocación contemplativa, pero sin embargo, sí que acentúa la dimensión contemplativa de la vida. Como sabemos la contemplación y el llevar vida contemplativa, es un especial don que Dios otorga no a toda alma enamorado de Él, que lo anhela