Imitación de Cristo (epílogo)
«Si crees en Cristo, haz las obras de Cristo; y tu fe vivirá» (Bernardo de Claraval).
«Seguid a Cristo el Señor en su ascenso al Padre; afinad el espíritu en el ocio de la contemplación, simplificándoos; seguid a Cristo el Señor en su descenso al hermano, abriéndoos por la acción, multiplicándoos, haciéndoos todo para todos» (Isaac de Stella).
El monje es un discípulo peculiar de Jesús. Y el discípulo, que nunca es superior a su maestro, siempre lo sigue. No basta con arrancar. Hay que seguir. Y «el que me sigue no anda en tinieblas» (Jn 8, 12). Porque «Yo soy la luz del mundo» (ib.) y «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Pero el seguimiento de Jesús no es un camino agradable ni fácil. «El que no me sigue cada día y no toma su cruz, no puede ser discípulo mío» (Mt 10, 38). La vida en el monasterio, por presentarse como un programa de seguimiento serio de Jesús, es radicalmente cruz. «Nuestra Orden es la cruz de Cristo» (Elredo de Claraval).
La imitación y seguimiento de Cristo, el Maestro, tiene connotaciones concretas para la vida del monje, el discípulo. Jesús fue el Profeta del Reino, el Rabbí que enseñaba con obras y palabras y que al fin quebró su vida bruscamente con la esperanza ardiente de la instauración del Reino del Padre creando una nueva humanidad en virtud de su propio sacrificio. El monje imita y sigue a Jesús continuando su labor profética, practicando las mismas obras, dando importancia relativa a todo lo temporal, y enjuiciando a un mundo que pasa. Como el Maestro, vive en contacto constante con el Padre en la oración íntima, en la soledad del monte y de la noche. Como él, hace de su existencia un combate continuo contra los poderes adversos, mediante los ayunos y las vigilias. Como él, es un peregrino de la vida. Como él, es capaz de comunicar un mensaje de salvación al hombre concreto que se lo pide. También como él, está dispuesto a entregarse hasta el último trance, dejando su proyecto de vida sin acabar; porque tiene la muerte muy presente (RB 4, 47) como referencia postrera de su entrega incondicional. Y finalmente como él, como Cristo su Señor, el monje vive ya en la fe la victoria definitiva (Jn 5, 4).
El seguimiento de Cristo y su imitación no se traduce en «sentimiento», ni en mera «interioridad». Es participación real y «física», en una adhesión personal y en un mismo camino, que es el Señor mismo. Así, toda tentativa por conocerle, por entenderle, es siempre un ir, un seguir. Sólo siguiéndole sabemos de quién nos hemos fiado.
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Para llevar a cabo este arduo programa, el monje cisterciense se vuelve con una confianza casi ilimitada a Santa María, «la-toda-santa», la persona humana que siguió más de cerca los pasos de su Hijo, como su perfecta imitadora.
«Si la sigues no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si ella te sostiene, no te deprimirás. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; con su favor llegarás al puerto. Así tú mismo podrás experimentar con cuánta razón dice el Evangelista: Y la virgen se llamaba María» (Bernardo de Clara val, En alabanza de la Virgen Madre II).
notas referenciales
— Regla de S. Benito: Prol 3, 50; 4, 10, 50, 72; 5, 2, 13; 7,•34, 69; 27, 8; 36, 1-3.
— Constituciones: 3, 1; 11; 31, 1; 32.
— Bernardo de Claraval: Cant 16, 6; 19, 1; 20, 4-8; 43, 3-4; 85, 1; Vig Nav 2, 3; Mier. Santo 11.
— Guillermo de S.T.: Espejo fe 49; Med 10.
— Isaac de Stella: Serm 12, 6-8.
— Gilberto de Hoyland: Serm Cant 5, 10.
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