BIBLIOTECA HISTORICA
20 DE ENERO:
SAN FABIÁN Papa y Mártir y SAN SEBASTIÁN, Mártir

El
culto de san Sebastián ha estado siempre unido al de san Fabián. Los
martirologios más antiguos ponían ya juntos sus nombres y juntos
permanecen aún en las Letanías de los santos.
No obstante las
amenazas de persecución, el Papa san Fabián (236-250) organizó el cuadro
religioso de la Roma cristiana, dividiendo la ciudad en siete
distritos, administrados cada uno por un diácono. Fue una de las
primeras víctimas de la persecución de Decio, quien lo consideraba como
enemigo personal y rival suyo.
La Iglesia disfrutaba de paz en la
segunda mitad del siglo III, con lo que creció mucho el número de
cristianos. El resultado fue que se extendió una cierta molicie y se
originaron diversas luchas intestinas entre los cristianos, como explica
el historiador Eusebio. A finales del siglo la Providencia permitió una
nueva persecución, de parte de Diocleciano y Maximino, que la empezaron
precisamente por los miembros de las tropas. Uno de los casos más
famosos fue el del soldado Sebastián.
Sebastián, hijo de familia
militar y noble, era oriundo de Narbona, pero se había educado en Milán.
Llegó a ser capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana. Era
respetado por todos y apreciado por el emperador, que desconocía su
cualidad de cristiano. Cumplía con la disciplina militar, pero no
participaba en los sacrificios idolátricos. Además, como buen cristiano,
ejercitaba el apostolado entre sus compañeros, visitaba y alentaba a
los cristianos encarcelados por causa de Cristo.
Esta situación
no podía durar mucho. Fue denunciado al emperador. Maximino lo llamó, le
afeó su conducta y le obligó a escoger entre ser su soldado o seguir a
Jesucristo. Sebastián no dudó, escogió la milicia de Cristo. Desairado
el emperador, le amenazó de muerte.
El cristiano Sebastián,
convertido en soldado de Cristo por la confirmación, se mantuvo firme en
su fe. Entonces, enfurecido Maximino, lo condenó a morir asaeteado. Los
sagitarios lo llevaron al estadio, lo desnudaron, lo ataron a un poste y
lanzaron sobre él una lluvia de saetas. Y lo dejaron allí por muerto.
Según
el relato de su martirio, sus amigos que estaban al acecho, se
acercaron y al ver que aún estaba vivo, lo recogieron, y lo llevaron a
casa de una noble cristiana romana, llamada Irene, que lo mantuvo
escondido en su casa y le curó las heridas hasta que quedó restablecido.
Le
aconsejaban sus amigos que se ausentara de Roma, pero no quiso
Sebastián, pues ya se había encariñado con la idea del martirio.
Se
presentó inesperadamente ante el emperador, que quedó desconcertado,
pues lo daba por muerto. Sebastián le reprochó con energía su conducta
por perseguir a los cristianos. Maximino mandó que lo azotaran hasta
morir. Los soldados cumplieron esta vez sin errores el encargo y tiraron
su cuerpo en un lodazal. Los cristianos lo recogieron y lo enterraron
en la Vía Apia, en la célebre catacumba que lleva el nombre de San
Sebastián.
El culto a San Sebastián es muy antiguo. Es invocado
contra la peste y contra los enemigos de la religión. Es uno de los
santos más populares y de los que tiene más imágenes y más iglesias
dedicadas. Es llamado el Apolo cristiano, uno de los santos más
reproducidos por el arte, pues como el martirio lo presenta con el torso
desnudo y cubierto de flechas, tenían los artistas más campo de acción.
Pero la belleza estaba sobre todo en su alma, en su inquebrantable
fidelidad a Cristo, que él prefirió a todas las ventajas y prestigios
humanos, que le ofrecía el emperador.
San Ambrosio, que luego
sería arzobispo de Milán, fue su gran panegirista: "Aprovechemos el
ejemplo del mártir San Sebastián. Era oriundo de Milán y marchó a Roma
en tiempo en que la fe sufría allí una terrible persecución. Allí
padeció, mejor dicho, allí fue coronado".
En el cielo goza de
doble aureola de mártir, pues padeció doble martirio, suficiente cada
uno de ellos para alcanzar la corona de la gloria. Su generosidad en
arrostrarlo por segunda vez es un ejemplo para todos.
oremos
Señor
Dios, gloria de aquellos que has escogido para tu servicio, te pedimos
que, por la intercesión del Papa y mártir San Fabián, nos concedas
progresar continuamente en la misma fe que él vivió y en el deseo de
servirte cada día con mayor entrega. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo.
Señor, danos el espíritu de
fortaleza, para que, siguiendo el ejemplo del mártir San Sebastián,
aprendamos a obedecerte a ti que a los hombres. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo.
Los Padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los
representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus
intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica, surgida ya
desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus
territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.
Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres
que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo
encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y
radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la
participación bautismal en el misterio pascual de su muerte y
resurrección. De este modo, haciéndose portadores de la Cruz
(staurophóroi), se han comprometido a ser portadores del Espíritu
(pneumatophóroi), hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces
de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión
continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.
Con el propósito de transfigurar el mundo y la vida en espera de la
definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la
prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del
corazón, a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior, y a
la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y
al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la
espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los
propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la soledad
eremítica.
Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la
Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones
tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual,
inspirada principalmente en san Benito, el monacato occidental es
heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el
mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a El, « no anteponiendo nada al
amor de Cristo ». Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar
armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico
por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la
asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la
celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han sido y
siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo
elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y
las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de
estudio, de dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial
y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial.
Exhortación Apostólica Postsinodal VITA CONSECRATA del Santo Padre Juan Pablo II
12 de Enero
SAN ELREDO, ABAD CISTERCIENSE
Memoria
Nació en 1110 en Hexham, no lejos de Newcastle, Northumberland
(Yorkshire, Inglaterra). Hacia los catorce años fue recibido
en la corte del rey de Escocia, David I, donde convivió con los
príncipes reales. A los veinticuatro años se hizo monje de Rievaulx.
Maestro de novicios en 1142-1143, primer abad de Reversby
en 1143-1147, tercer abad de Rievaulx en 1147. Murió el día
doce de enero de 1167.
Aqui os dejamos un pequeño resumen de su vida y espiritualidad
ORACIÓN
Tú, Señor, otorgaste a San Elredo la gracia de hacerse
todo para todos, concédenos también a nosotros seguir
su ejemplo, para que, entregándonos siempre al servicio
de nuestros hermanos, mantengamos la unidad del
espíritu con el vínculo de la paz. Por nuestro Señor Jesucristo.
Amen...+
¿La escuela bernardina enfrentada a la escuela estefaniana?

La manera orientativa del generalizado arte cisterciense ejercitado en
la escuela, requiere ante todo despejar ciertos equívocos. ¿Es que hay
dos artes cistercienses diferentes? En otras palabras: ¿son admisibles
dos géneros de vida diferenciados en la forma de vivir un mismo carisma?
Concretando más: ¿el arte proyectado por la escuela de Esteban Harding
contrasta e incluso se opone al de la escuela de Bernardo? Si es así,
¿cuál de los dos es el arte más genuino para el cisterciense? Son
cuestiones claves y no meros reparos de quien busca cinco pies a un
gato. Una res-puesta adecuada en la medida de lo posible, resolverá
montañas de equívocos.
La conclusión requiere meticulosas
premisas. Y la primera y ardua tarea que se nos presenta es discernir la
relación de ambas posturas artísticas. Desde luego, hay bastantes
estudiosos del tema intentan resolver estas cuestiones de un plumazo.
Según ellos se trata simplemente de dos fases de una mera continuidad.
Para unos cuantos, entre los que me encuentro, estamos ante el desafío
de un contexto vital distinto que se abre paso con denodado ímpetu: un
nuevo espíritu cisterciense, eminentemente bernardiano, en la globalidad
de la vida como arte. Nadie podrá negar que no existen grandes
diferencias entres las bellezas artísticas plasmadas en piedra por Suger
y las filigranas miniaturísticas de Esteban Harding. Pueden coincidir
en idéntica intencionalidad. Una y otra son continuadoras de una vieja
como acendrada tradición dentro del monacato benedictino. Las tesis de
Zaluska, maravillosamente expuestas y mejor publicadas, requieren una
rigurosa precisión. El particularismo de la iluminación de la Biblia de
Cister, de los Comentarios a los Morales de Job como de las Cartas de
san Jerónimo, apuntan en cierta manera a una torpeza mental, la hebetudo
mentis, según el espíritu de Suger, transfiriendo y sublimando
significaciones mediante símbolos antropomórficos, flóricos y fáunicos,
con el máximo aprovechamiento de la dinámica colorista. La materia queda
así transcendida en sí misma mediante la luz que se pretende extraer de
ella. Aquí también todo pretende ser luz, hasta en lo humorístico, lo
grotesco y lo trágico.
¿Acaso esta metodología escolar es
contraria al impulso inicial de Cister? Todo lo contrario. Esteban tiene
muy arraigado el principio de la autoridad, la auctoritas, hasta tal
punto que desde esta dimensión se nos presenta como un personaje
delicadamente escrupuloso. Escrupulosidad incluso por los sagrados
cánones codificados por Ives de Chartres y Burcardo de Worms. Esteban
pretende la autenticidad en todo, en la Escritura, mediante la
aplicación del principio de Veritas hebraica; en la liturgia, en el
canto, en las observancias, como forma de vida en una concordia
referencial y fontanal. Por eso el principio de autoridad es lo que ha
orientado su vida hasta el final, haciéndola en cierto modo coherente.
La auctoritas es el principio inspirador del surgente arte cisterciense
estefaniano, tradicional y aunque con destellos geniales, poco creativo
en su globalidad. Por eso este primer Cister no inventa nada; ni
siquiera es una novedad. Pero, hay que destacarlo bien, el principio de
la auctoritas no necesariamente le despierta la conciencia de la
autenticidad, la autenticitas.
Aquí se sitúa precisamente la
causa de una insatisfacción generalizada, sobre todo en el ámbito
litúrgico, y en el canto, que expresa en última instancia el arte de la
vida del monje. Porque los cantorales procedentes de Molesmes eran de
todo insatisfactorios. Procedían de Cluny. Precisamente el abad Máyolo
envió una colonia de sus monjes de Cluny a tomar posesión del monasterio
de Marmoutiers, centro importante de reforma cuando el monasterio era
gobernado por el abad Alberto, monje carismático. Hacia 1038, un tal
Bernardo, monje de Marmoutiers, se instala como abad en Moutier la Celle
(Troyes), al mismo tiempo que un joven, llamado Roberto, ingresaba en
comunidad. Con Bernardo llegaban también los Usos monásticos y los
libros litúrgicos de Marmoutiers. Que Roberto llevará a Molesmes
primero, y luego a Cister. Pero la comunidad de Cister decide abandonar,
por inauténticos, los principios melódicos y litúrgicos que en un
principio habían adoptado. Y emprenden una meticulosa búsqueda.
Por otra parte, Carlomagno, que había gobernado su imperio desde una
dimensión casi sacerdotal, impuso en su legislación unificadora
principios de comportamientos litúrgicos casi uniformes, incluso en la
misma forma de orar públicamente. La unanimidad será la expresión de la
pacífica concordia en la Iglesia de Dios y en su Imperio. Así se explica
la preponderancia de la Iglesia de Metz. En el año 752 Crodegango, por
orden de Pipino, se traslada a Roma, entre otros asuntos, para pedir al
papa la creación de la schola cantorum. Y si en las Galias existía ya
una cierta variedad incluso en las técnicas vocales del canto litúrgico,
el canto de la Iglesia de Metz, en virtud de su relación con Roma,
adquiere una preponderancia singular hasta el punto de que su prestigio
ensombrecerá toda otra variación. Y para colmo se presenta con la
etiqueta de cantus romanus metensis. De este modo se le considera como
el auténtico depositario de la tradición gregoriana. En virtud de esta
autoridad Esteban y su comunidad lo adoptan sin más, aunque no llega a
convencerles. Caen en la cuenta de que las llamadas melodías mesinas,
esto es, de la iglesia de Metz a pesar de pre-sentarse con garantía de
autenticidad, resultan ser de todo incoherentes y sin relieve. Sin
embargo, Esteban las asume porque creía que se presentan como protegidas
por un supuesto principio de la auctoritas, a pesar de no garantizar en
absoluto la autenticitas. Tratábase de un canto eminentemente dialectal
y sensiblemente deforme. Las notas mi y si de la escala musical, por su
carácter de inestabilidad semitónica, se absorbían en sus contiguas fa y
do respectivamente. Pero en Esteban pesa demasiado el sentido de la
auctoritas sobre la misma autenticitas.
Lo mismo puede afirmarse
del resto del material litúrgico. El principio de la auctoritas crea en
los cistercienses estefanianos un muy pobre primer bagaje litúrgico. El
afán de fidelidad a los textos ambrosianos y a aquello que consideran
puramente tradicional vuelven hasta ridículo el estilo comunitario de
orar y cantar en los primeros cistercienses.
Disponemos de un
documento estimable a este respecto, la carta X de Abelardo, dirigida a
san Bernardo. Bernardo había visitado, entre 1131 y 1133, el monasterio
de Paracleto, cedido por Abelardo a Heloísa en el año 112947. Heloísa
había visto en Bernardo a un enviado del cielo. Sus mensajes habían
colmado de gozo a las monjas, y les había animado a seguir su camino.
Pero Bernardo había manifestado su disconformidad con una innovación
introducida por Abelardo: no le agradaba en la recitación de la oración
del Padrenuestro la expresión nuestro pan sobresustancial (panem nostrum
supersubstantialem) en lugar de la tradicional nuestro pan de cada día
(panem nostrum quotidianum). Y Heloísa trasmitió la disconformidad a
Abelardo, quien no tardó en reaccionar. Primero justificó su actitud,
para lanzarse inmediatamente al contraataque, condenando las nuevas
prácticas litúrgicas de los cistercienses. Abelardo acusa a la
institución, a la que Bernardo pertenece, por su comportamiento
diferenciado de la generalidad de monjes y clérigos como contraria a la
verdadera tradición. El fondo de sus denuncias apunta a una falta de
sensibilidad litúrgica y a una pobreza de material, justificadas por una
supuesta, pero en realidad inadecuada fidelidad a la Regla de san
Benito:
Porque rechazáis los himnos tradicionales en el oficio
e introducís otros des-conocidos e inadecuados. De hecho durante las
vigilias cantáis un único himno, el “Aeterne rerum Conditor” a lo largo
de todo el año; y os importa poco que sea fiesta o no. Incluso lo
cantáis en el día de Navidad, en Pascua y en Pentecostés y en las demás
fiestas solemnes; sin embargo la Iglesia dispone de una gran variedad de
himnos. Y todavía más, adoptáis idéntica postura respecto a los salmos y
a las otras partes de oficio divino. Omitís preces como el kyrie
eleison, el Padrenuestro y los sufragios de los santos, es decir, la
invocación litánica. No conmemoráis a María la madre de Dios ni a otros
santos, ni dedicáis iglesias en su honor. Lo que menos se entiende es el
canto del alleluia en la misa, incluso después del domingo de
septuagésima y en cuaresma, contraviniendo la práctica generalizada de
la Iglesia. En el oficio omitís el Credo de los Apóstoles antes del
oficio de Prima y de Completas, pero conserváis el así llamado Credo
atanasiano los domingos. Contrariamente a la práctica universal de la
Iglesia celebráis el oficio de los tres últimos días de la Semana Santa
al estilo de siempre, y os servís del invitatorio, doxologías, himnos y
responsorios de las distintas horas.
Abelardo condena
particularmente el canto de los himnos en Vigilias durante el triduo
sacro; porque sostiene, y con razón, que los himnos son expresión
generalizada de los sentimientos cristianos en conformidad con el
acontecimiento celebrado. No faltan tampoco reproches a la forma
irregular de celebrar las procesiones.
Esta carta 10 de Abelardo es
un documento precioso que expresa con toda evidencia la mentalidad
escrupulosa del estilo litúrgico cisterciense estefaniano, todavía en
vigor, y ligado en una dependencia estrecha a la auctoritas. ¿Hasta
cuándo iban a mantener los cistercienses esta postura? El autor anónimo
de la Vida de san Esteban de Obazina nos descubre unas pistas
sugerentes. En el año 1142 Esteban de Obazina y sus discípulos abandonan
los Usos de los Canónigos Regulares para adoptar los Usos
cistercienses. Y aunque todavía no son miembros en pleno derecho de la
Orden, siguen las costumbres cistercienses hasta el punto de transcribir
y usar sus textos litúrgicos. Pero cuando al cabo de poco tiempo, en
1147, se hace efectiva la incardinación de la Congregación de Obazina a
la Orden cisterciense, los monjes obazinenses quedan consternados al
recibir la información oficial sobre la inutilidad de unos textos
cistercienses que habían trascrito con el máximo interés pocos años
antes. Bernardo acaba de provocar una gran revolución en el ámbito de la
liturgia no sólo corrigiendo el antifonario cisterciense, sino
admitiendo y adaptando una rica colección de antifonarios y breviarios
de diversas proveniencias.
Paradigma de la transformación expansiva: BERNARDO DE CLARAVAL

Bernardo tiene sus propios criterios. Los principios de Esteban parece
ser que nunca le convencieron. Él se siente dotado de otra sensibilidad
estética. Merced a su personalidad arrolladora dentro de la Orden, llega
a imponerse en todo. Incluso en su proyección artística. Logra
extinguir el antiguo espíritu estefaniano para, creativamente, imponer
el suyo propio, crítico y racional. Suele leerse esa parte de lo que
llamo Carta Magna bernardina, la Apologia, desde una sola perspectiva,
como combate al espíritu cluniacense; pero de hecho la Apología admite
una lectura poliédrica. Creo que lo primero que tiene Bernardo en su
misma conciencia no es el contrincante estilo estético cluniacense, a
pesar de que su retórica nos pueda desconcertar del todo. Esos excesos
de naturaleza barbárica que tan retóricamente expresa en la Apología él
los ve en el seno mismo de su Orden. Su crítica inapelable incide en
primera instancia sobre el arte de las miniaturas de la Biblia de
Esteban, que sin duda él mismo había usado, leído y contemplado en sus
años de Cister. Lo mismo puede decirse de los otros libros en uso,
miniados bajo la autoridad de Esteban. En Bernardo razón y autoridad
(ratio y auctoritas) son antagonistas. La ratio es el principio
conductor de la reforma del canto. La música litúrgica debe reflejar el
esplendor de la verdad, pues cantar u oír una música mal agenciada
significa introducir en sí un principio de desorden. La música para
Bernardo tiene una única misión: asociar al que canta en la función
fecundante de la palabra. Debe conferir fecundidad e intensidad a
nuestra utilización litúrgica de las palabras del Esposo. Desde la
antigüedad la música es percibida como una emanación de la armonía
general que gobierna el mundo. Es regida, como el cosmos, por los
números, y su esencia, no es accesible a los sentidos. En su naturaleza
como por su función, la música es una metafísica más que una física. En
la civilización cristiana y en la Edad Media desempeña una función
sacerdotal que los cistercienses bernardianos quieren afirmar.
Por
eso, en Bernardo la auctoritas queda desplazada por una razón poética
(ratio poética), fundamentalmente auditiva. El sentido de la vista, más
objetivo y garantía de máxima seguridad como cuando decimos los he visto
con mis propios ojos, queda desplazado en favor del oído, más subjetivo
y hondamente creativo y rico. Aquí se sitúa el contraste e incluso la
oposición entre el icono visual que nos ofrece el primer momento
cisterciense de Esteban Harding y el segundo momento esencialmente
bernardiano, como un icono esencialmente auditivo, de gran riqueza y
finalmente prevalecedor.
Aunque el principio de autoridad se queda
muy mermado en Bernardo, tampoco puede desaparecer; pero tiene que
transmutarse. Su propia autoridad es para él único criterio de una
autenticitas creativa. Pero ¿qué criterio rige esta autenticidad?
Simplemente la recta razón (recta ratio). Y para empezar se decide
atajar lo intocable. Todo ese conjunto de melodías requiere una profunda
revisión. Se servía para ello de dos discípulos, competentes en el arte
musical, Guido I de Charlieu y Guido I de Eu o de Longpont, ambos
familiarizados con los principios matemático-musicales de la escuela de
Chartres. Desde luego, Bernardo es un hombre desconcertante. Había
combatido furibundamente al teólogo más representativo de Chartres,
Gilberto Porretano. Su amigo Guillermo de Saint Thierry había escrito en
contra de otro gran puntal chartriano, Guillermo de Conches. Y ahora no
tiene escrúpulo alguno en servirse de unos principios lógico
matemáticos para emprender su reforma artística. E incluso coincidir
totalmente con otro gran chartriano, Bernardo Silvestre, en asignar una
función preeminente al sentido del oído en la formación espiritual del
hombre. Pero él lo tiene claro: la función de la música es únicamente de
fecundar el texto con una intensidad peculiar, mientras el hombre debe
aguzar su capacidad auditiva.
Guido, abad de Montiéramey, que se
precia de una gran amistad con Bernardo, propone a su amigo la
composición de un oficio propio en honor del patrón de Montiéramey, san
Víctor. Bernardo no sólo accede a su ruego, sino que expresa en una
carta las cualidades del auténtico canto:
El canto esté lleno
de gravedad y no sea lascivo ni rudo. Sea dulce, pero no muelle; recree
los oídos y conmueva el corazón. Disipe la tristeza y mitigue la ira. No
encubra la letra, sino que la llene de vida. Supone una gran pérdida
espiritual que la ligereza del canto distraiga del sentido de las
palabras y que se preste más atención a las modulaciones de la voz que
al contenido que se celebra.
Los números, las proporciones
melismáticas, la supresión de períodos repetitivos y superfluos marcarán
este principio de reforma. Los editores cistercienses del 76 76
canto intentaron devolver el canto a su íntima naturaleza racional.
Ahora lo lógico-racional reemplaza a la autoridad como garantía de
autenticidad.
Este criterio va extendiéndose en todos los aspectos
de la vida, en la forma de transcribir los textos en los manuscritos, en
el arte arquitectónico sobre todo, en las artes adyacentes como en la
elaboración de vidrieras, terrazos y forjas. Los principios de
racionalidad simbólica privan y se realzan en cierta manera.
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