Como ya hemos visto, hay en nuestra vida monástica cierto número de pares o binomios complementarios, que piden equilibrarse de un modo especial.
Uno de estos pares es el silencio y la palabra.
En el Capítulo General de 1972, Dom Ignacio, en su 7a conferencia, hacía notar que el tema mencionado con más frecuencia en los informes de las visitas, tanto de monjes como de monjas, era el empeoramiento de la observancia del silencio. Personalmente he observado el mismo fenómeno al cabo de un año. Cuando se visita nuestras casas, siempre se menciona el silencio, o mejor, la falta de silencio.
A fuer de verdaderamente honrado, y espero no escandalizaras con esto, me he preguntado a veces si esta insistencia sobre el silencio era algo bueno. Al menos el problema pide un examen crítico.
Por ejemplo: si una comunidad ha decidido liberalizar la palabra, sería infantil y poco realista imaginarse que el monasterio va a seguir siendo tan apacible como antaño. Algunos parecen querer aprovecharse de las ventajas del cambio y no pensar siquiera en aceptar las molestias. Esto puede parecer elemental, y lo es, y sin embargo, es impresionante hasta qué punto se puede olvidar con tanta frecuencia.
Por otra parte, es una ley natural que una exageración en una dirección provoca pronto o tarde otra exageración parecida y opuesta en el sentido contrario. Me parece que muchas veces en el pasado hemos dado una importancia exagerada al silencio. Frecuentemente, en la práctica se le daba más importancia que a la caridad. Por eso no hay que extrañarse de que, una vez suavizada la ley del silencio, se encuentren dificultades serias en este campo para contener las exageraciones. Era inevitable que el primer efecto de la liberalización de las normas del silencio fuese una reacción incontrolada. En muchas casas, sólo ahora se empieza a percibir el fenómeno y se siente la necesidad de encontrar mejor equilibrio entre el silencio y la palabra. Lejos de ser algo deplorable, me parece que es la ocasión de buscar una actitud más profunda y más sana respecto a todo el conjunto del problema. Frecuentemente antes el no hablar era considerado como una señal de silencio interior. Uno podía pasarse una hora haciendo señas sin traba alguna, y pensar que era una persona que guardaba el silencio.
Debemos tener presente que, tanto la palabra como el silencio, son valores monásticos. En sí, ni son vicio ni virtud. Pueden ser la expresión de la virtud, lo mismo que se pueden usar de modo culpable. Nos llevaría muy lejos intentar siguiera un ensayo sobre cualquiera de estos valores; pero quisiera tratar de algunos aspectos unidos más estrechamente con el equilibrio que debemos crear entre ellos.
El silencio, como valor monástico, se puede practicar por más de una razón. Puede, por ejemplo, mirarse como un medio de evitar las faltas. Pero, sobre todo se mira como el medio que da al monje la disponibilidad necesaria para escuchar a Dios y responderle en la oración. Este aspecto es el más importante para un contemplativo. Pero esta clase de silencio no es sólo una cuestión de restricción de la palabra. Más bien es un silencio que requiere control de los pensamientos y de la imaginación, un apaciguamiento de la agitación y deseos desordenados, en una palabra una exigencia de pureza de corazón cada vez mayor. Pero como la perfecta pureza de corazón no se alcanza nunca en esta vida, se deduce que nunca seremos plenamente silenciosos en este mundo. El único equilibrio que podemos alcanzar no puede ser más que relativo y susceptible de ser perfeccionado.
Por lo que toca a la palabra, debemos recordar que es un don que nos ha sido dado para glorificar a Dios y comunicamos con los demás. En sí es algo precioso y debemos estar agradecidos por ello. Sin embargo, la espiritualidad monástica ha mostrado siempre mucha reserva y prudencia respecto a la misma. La experiencia ha demostrado a los monjes a lo largo de los siglos que nada contribuye tanto a la pérdida del fervor como la falta de control de la palabra. La razón es muy simple. Si tenemos una pasión desordenada, en seguida tiende a manifestarse en la palabra, y el exteriorizarla no puede menos de añadir leña al fuego. Lo que era considerado como un instrumento para glorificar a Dios, se convierte en un medio de satisfacer nuestros instintos egoístas y conduce al egocentrismo, que es el polo completamente opuesto de la verdadera santidad.
Ante esta dificultad, los autores monástico s han descubierto que el silencio es el único medio de mantener a raya la lengua, sobre todo al comienzo de la vida religiosa. Después de alguna ascesis en este sentido, se puede dar más libertad.
Parece seguirse de lo que acabo de decir que, para buscar un justo equilibrio entre el silencio y la palabra, deberíamos prestar mayor atención al silencio que a la palabra. Tratándolos con igualdad de derechos, pronto nos daríamos cuenta de que la palabra va acaparándose la mayor parte, destruyendo el silencio.
Se objeta a veces que el silencio es antisocial. Evidentemente el silencio puede llegar a eso. Pero, pasa lo mismo con la palabra. Mas si ordenamos la palabra con intervalos de verdadero silencio, nos daremos cuenta en seguida de que nuestro uso de la palabra se hace cada vez más constructivo socialmente.
En muchas de nuestras casas actualmente la palabra se permite hasta cierto punto, y me ha impresionado la frecuencia con que se me ha repetido que esta amplitud ha mejorado la calidad de la caridad en la casa. Una ventaja así de suyo es un factor de progreso en el equilibrio general de la comunidad.
En cuanto a la queja de que el silencio ha desaparecido completamente en muchos monasterios, con frecuencia me he dado cuenta de que es exagerada. No obstante, hay que reconocer que las cosas, en algunos sitios, han ido demasiado lejos. ¿Podría sugerir que si una Superiora cree realmente que es esto lo que pasa en su casa, no debe alarmarse demasiado? Quizá se trate de un fenómeno pasajero: la reacción descontrolada indicada más arriba. Pero, de todos modos, si se esfuerza en hacer algo, conseguirá más si en lugar de insistir en recordar las leyes y normas, acentúa el aspecto positivo: la necesidad de vivir una vida de oración profunda y de tender a la oración continua, el ejemplo del Señor que se retiraba frecuentemente para orar en silencio, la renuncia propia para respetar el deseo de los demás por el silencio, etc. Deberíamos procurar desarrollar en nuestras religiosas el sentido del silencio, la sensibilidad ante la presencia de Dios, que les ayudará a alcanzar el debido equilibrio entre el silencio y la palabra, de modo que si hablan sea desde el profundo tesoro de su silencio, y si callan sea un silencio que tenga toda la elocuencia de un sermón.
La vida monástica transformación en Cristo
http://www.montecarmelo.com/vida-monastica-transformacion-cristo-p-629.html?osCsid=8ue5291aqh6nc576dgbuqim5a2

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