jueves, 29 de agosto de 2013

LA ESCUELA DE CRISTO: LA CARIDAD

Ésta es la escuela de Cristo: la caridad

Nosotros, hermanos, que por Cristo nos llamamos y somos cristianos, despreciando todos los bienes terrenos, transitorios y caducos junto con sus ciegos adoradores, deseosos de adherirnos a sólo Dios, cimentémonos en la caridad, para que merezcamos llamarnos y ser discípulos de aquel que a sus discípulos —y a nosotros por su medio— les dejó este mandato: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.
En esto, pues, se distinguirán los hijos de la luz de los hijos de la tiniebla, los discípulos de Cristo de los discípulos del diablo: si las entrañas de la caridad recíproca se hacen extensivas a todos. La caridad no excluye a ninguno, sino que a todos abarca, entregándose a todos sin distinción.







La caridad es el afecto del alma, que estrecha a Cristo con los brazos del amor. La caridad es el amor que abarca cielo y tierra: la caridad es el amor invencible, que no sabe ceder ni ante los suplicios ni ante las amenazas. La caridad es el vínculo indisoluble del amor y de la paz: la caridad, reina de las virtudes, no teme el encuentro con ningún vicio, sino que habiendo recibido en prenda la sangre de Cristo y llevando sobre la frente el estandarte de la cruz, pone en fuga a todos los adversarios, y no hay quien pueda resistir a su ímpetu.
 
Beato Ogerio de Lucedio
Sermón 5 (5: PL 184, 901-902)



Quién pretenda trabajar por la caridad, debe entender que es un desprendimiento de ti mismo,  de ti por los demás pero sobre todo por amor de Dios.  Estás llevando a Cristo hacia la otra persona, estás siendo Cristo, actuando como El y viviendo como El. La entrega sin esperar es la manifestación más importante de la Fe y de la presencia de Ntro Señor. Haz de  este mundo un espacio de Paz, de amor, de entrega sin límites, de espera sin límites y si es preciso renunciar a tí mismo por el amor que sientes por Dios, hazlo aunque te lleve a sacrificar muchas veces los propios intereses, sentimientos. nada es más preciado que sentir el amor del Padre, y sentir que llevas a Dios en tí, y que haces de ese amor centro de toda tu vida.

 Quién no entienda esto no puede entender por qué las personas renunciamos a veces parte de nuestro tiempo en ejercer esa parte tan importante como es llevar el amor al otro, la atención, solamente una palabra un gesto, un abrazo en esta sociedad tan necesitada hoy de valores, somos nosotros puede que con nuestras creencias, o sin ellas, diferentes, distintas que nos hacen únicos y diferentes pero nos hacen humanos podamos sentarnos un día a decir estoy aquí para ayudarte y no espero nada más que tu sonrisa para hacerte un poquito más féliz.

Sor+ Isabel María Pérez Moreno
Dama del Temple 

jueves, 22 de agosto de 2013

LECTURA ESPIRITUAL / LECTIO DIVINA

 

La lectura monástica de la Biblia no es, por consiguiente, un estudio, porque su finalidad no es adquirir cultura o ciencia. Podríamos llamarla una “meditación”, para subrayar la dimensión espiritual de profundización que ella pide. El término “meditación” tiene, sin embargo, el inconveniente de sugerir reflexión más que oración, y de recargar la lectura de la Biblia con las categorías sistematizadas con que la meditación ha sido frecuentemente relacionada, y que ignoraron los antiguos. La fórmula lectio divina es la más adecuada, porque indica una lectura sabrosa y orante, escuchando al espíritu de Dios, con la convicción de que él nos iluminará sobre el texto; es menos una técnica que una mística, y no consiste en leer un texto sino en buscar la verdad y el contacto con una persona, Dios.

Lectio divina y lectura espiritual se complementan mutuamente, pero no deben confundirse, al menos hoy. Para estar abiertos y adaptados a los problemas de nuestro tiempo debemos leer muchos artículos y libros, que no favorecen casi nada la lectura orante. Frecuentemente hay que leerlos con rapidez, para poder acabarlos. Y a pesar de esa rapidez, la lectura puede ser muy buena, instructiva y nutritiva; pero no es lectio divina, al menos según el significado antiguo y auténtico de esta expresión.

El ámbito de la lectura espiritual es más amplio, y la lectura espiritual puede coincidir muchas veces con el estudio propiamente dicho de teología, exégesis o problemas de espiritualidad. El campo de la lectio divina es más restringido: ante todo la Biblia, y después otros libros que fomentan una lectura gratuita, lenta, profunda y orante. La lectura espiritual puede no ser desinteresada y perseguir la finalidad de preparar una conferencia, predicación, cursos o artículos. La lectio divina debe ser, en cambio, absolutamente desinteresada y descarta todas las finalidades que acabo de mencionar. Está muy próxima a la oración, y frecuentemente se puede confundir con ella, convirtiéndose en una preparación excelente para la oración litúrgica, pero manteniéndola en su atmósfera de adoración, alabanza y acción de gracias, con silencios mucho más frecuentes y pausas prolongadas.
LA LECTURA DE LAS ESCRITURAS EN LA REGLA  SAN BENITO

   En el prólogo de su Regla, San Benito pide a sus discípulos que lleven su vida monástica per ducatum evangelii, “guiados por el Evangelio”; que lo consideren, por consiguiente, como la regla de vida por excelencia. En el último capítulo vuelve a repetir la misma idea, a manera de conclusión: “¿Hay una página o una palabra de autoridad divina, en el Antiguo y Nuevo Testamento, que no sea una regla muy segura de conducta en nuestra vida?”. San Benito ve, pues, en la sagrada Escritura no solamente un alimento de sabiduría y piedad, sino también una norma de vida.

            Esta forma de pensar es completamente bíblica. Jeremías nos dice: “¿No quema mi palabra como el fuego? ¿No es como un martillo que golpea la roca?” (Jer 23, 29). La palabra divina turba, desgarra, adiestra y trasforma. No deja tranquilo a ninguno que la reciba con un corazón recto, abierto y dócil.

            El peligro de saborear la belleza y armonías de la Palabra de Dios sin dejar que remueva la vida con sus exigencias, aparece claramente en el coloquio de Natán con David, después del adulterio del rey y la muerte de Urías (2 Sam 12, 1-12). David escuchó a Natán con benevolencia, aplaudió todas las palabras del profeta, se indignó con él y más que él, pero no se le ocurrió aplicarse la parábola que se le propuso. Fue preciso que Natán le dijera claramente y sin miramientos: “¡Ese hombre eres tú!”

            Los Padres del Desierto estaban firmemente comprometidos en el camino de Natán...”Cuando leas las palabras de las divinas Escrituras, ora primero a Dios para que abra los ojos de tu corazón, - dice Juan Crisóstomo- para que no te contentes con repetir lo que está escrito, sino que lo lleves a la práctica, no sea que leas para condenación de tu alma las palabras  vivificantes de las Escrituras”. 
El que disocia la Escritura y la vida, el que pierde la humildad y la caridad al escrutarla con aridez o discutiendo con orgullo, confunde las Escrituras y pierde su alma. Al contrario, el que las usa con pureza de corazón y con intención de ponerlas en práctica, suele extraer pronto su sentido.

San Benito prescribió que todos hicieran lectura cada día, y que dos monjes se encargara de recorrer ese tiempo las celdas, para ver si era observado este punto; caso de encontrar algún negligente en su cumplimiento, quería que se le impusiera una penitencia. Y antes que todos los fundadores, lo había prescrito San Pablo a Timoteo: «Aplícate a la lectura»: Nótese la palabra que emplea: attende; es decir, que por muchos que fueran los cuidados que le exigieran sus ovejas –Timoteo era obispo–, quería San Pablo que se dedicara a la lectura de libros santos, no como de pasada y por breve tiempo, sino aplicándose expresamente a ella con detención.


 
 
  DESIERTO Y COMUNIÓN-LA LECTIO DIVINA.

miércoles, 21 de agosto de 2013

BIEN COMÚN Y SU REPERCUSION EN LA EMPRESA. CONCILIO VATICANO II


El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gadium et Spes en el N° 26 nos dice:”la interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana”.

El concepto de bien común no puede entenderse como la suma de bienes individuales de la misma especie, sino que debe entenderse como un nuevo valor específicamente distinto del bien particular, siendo que cada sociedad tiene su propio bien común . Es importante señalar que no puede ni debe una organización, cualquiera que sea su tipo, aniquilar la dignidad y la libertad de la persona en aras del bien común. Para salvaguardar la dignidad de la persona, es necesario aclarar que “sólo la persona es sustancia, mientras que la sociedad es una unidad real, relacional y de orden. Fuera de los individuos, e independientemente de ellos, no existe la sociedad” .

La Doctrina Social de la Iglesia, propone que a partir de la dignidad de la persona, de la experiencia del nosotros, del valor que da el pertenecer a un todo construido por personas y no por cosas, que busca la perfección integral de los sujetos, se considere necesario que el bien común se vincule con el Bien Absoluto, con el fin último de la persona, de la sociedad y de la humanidad entera. De ahí la necesidad de que toda sociedad se plantee la responsabilidad de contribuir a lograr su propio bien común, partiendo de la familia, hasta la comunidad humana universal, pasando por las sociedades intermedias y el Estado mismo .

Es necesario tomar en cuenta que: “toda sociedad –salvo la comunidad bipersonal, que carece de estructura autoritaria (por ejemplo, la amistad) necesita una autoridad única que conduzca a los miembros a la realización del bien común” .

Trasladando los conceptos anteriores a la empresa, la primacía del bien común, vale sólo en la medida en que al hombre, miembro de la misma, se le respete como tal, ya que es mucho más que un trabajador o elemento de la producción, motivo por el cual no tienen primacía los valores materiales sobre los bienes de orden espiritual, dentro de los cuales se encuentran los valores éticos. No puede olvidarse que toda sociabilidad tiene sentido, en la medida que plenifica, dignifica y respeta los derechos de la persona humana. En otras palabras, la sociedad está al servicio de la persona y no la persona al servicio de la sociedad.

Es prácticamente un consenso, considerar que los fines que persigue toda empresa se pueden resumir en los siguientes :

• Generar valor agregado, que se traduzca en utilidades.
• Cumplir con una responsabilidad social.
• Satisfacer una necesidad.
• Darle permanencia a la organización en la sociedad.

Considerando que toda empresa debiera obtener estos objetivos, parece ser que el bien común de la empresa, consistiría en alcanzar dichos fines, mediante una justa y equitativa distribución de los recursos. Entendiendo por justo el dar a cada uno lo que le corresponde, según sus personales circunstancias. Dar a cada quien lo que le corresponda, implica respetar la dignidad de las personas y los derechos de todos.  Para lograr este bien común es necesario, vivir dentro de la organización, los principios de subsidiaridad, solidaridad y participación.

domingo, 18 de agosto de 2013

CONSTITUCION DOGMÁTICA "DEI VERBUM": EL CONCEPTO DE LA REVELACIÓN




Un fruto precioso del Concilio Vaticano II es la Constitución Dogmática "Dei Verbum" sobre la divina Revelación que, sin ser tan amplia como Lumen Gentium o la Gaudium et spes, ofrece una doctrina hermosa.

Hemos de partir del concepto de Revelación; abarca e integra dos dimensiones: la del conocimiento y la del amor, es decir, la Revelación es el conocimiento sobrenatural por el cual Dios nos a da conocer las verdades que nuestro intelecto, por sí solo, no podría llegar a alcanzar y que no anula, sino que eleva la razón humana, y el amor, porque la Revelación no solamente son ideas, sino Comunicación amorosa, Dios dándose.

"Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre" (CAT 50).

No solamente Dios habla, sino que quiere entablar una amistad con el hombre para agraciarlo; no solamente comunica cosas, se da a Sí mismo. Son dos componentes inseparables de la Revelación. La inteligencia del hombre se ve implicada por el conocimiento sobrenatural que proviene de Dios, pero además del plano noético, del conocimiento, se ve implicada la persona entera que ha de responder al amor divino que se le comunica:

"Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas" (CAT 52).

Dios se da a conocer y actúa en la historia de los hombres para salvarlos, atrayéndolos a Él; el hombre, por su parte, junto al obsequio de su razón, al asentimiento racional y a la fe, le une el amor ante tanto Amor. La vida del hombre es la visión de Dios, dirá san Ireno; la vida del hombre se cifra en esa comunión con Dios, personal y única.

Recordemos, aplicándolo a este caso particular, el consejo ignaciano: "no el mucho saber satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas internamente"; no basta saber mucho, sino gustar y sentir con el corazón, internamente, toda la Revelación, incluido el amor salvador de Dios.

Esta es la perspectiva que ofrece la Constitución Dei Verbum:

"Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía" (DV 2).

¿Qué ofrece la Constitución Dei Verbum? ¿Cuáles serían sus puntos relevantes?

Aquí se entrecruzan distintas realidades:

-Dios y el hombre
-La razón y la fe
-El conocimiento sobrenatural y el natural
-El conocimiento y el amor
-El asentimiento libre, la obediencia y la comunión con Dios.

Estas realidades de la Dei Verbum nos las explica el papa Pablo VI en una catequesis, facilitándonos así una visión de conjunto de esta Constitución dogmática, digna de ser estudiada y comprendida.

"Aprovechamos la ocasión de las dos próximas fiestas: la del “Corpus Domini” y la del Sagrado Corazón de Jesús, para invitaros a reflexionar sobre un aspecto fundamental de la revelación cristiana, es decir, de la comprensión que nosotros podemos tener de cuanto nos ha sido manifestado por Cristo sobre las cosas divinas. Hablemos con la sencillez y brevedad acostumbrada, pero tocando un tema de extrema importancia.

La revelación nos habla del plan salvífico de Dios

La revelación de las verdades religiosas sobrenaturales (y de otras verdades naturales relacionadas con aquéllas) se ha realizado de una forma determinada, bien diferente de la presentación de un texto de doctrinas teológicas ya claras y formuladas. Ella ha sido progresiva, resultante de palabras y de hechos, orientados a invitar a los hombres a conocer a Dios, alguna cosa de Dios, para unirlos a Sí y de este modo preocuparse por su salvación (cf. Dei Verbum, n. 2). Es decir, la revelación es una apertura sobre realidades misteriosas. Entre otras muchas, citemos la frase de San Pablo: “A mí me fue dado… iluminar para todos cuál es el plan providencial (en griego: economía; en latín, dispensación) del misterio (del misterio, del Sacramento) escondido desde siglos en Dios” (Ef 3,9). Es esta exhibición, esta presentación, mientras se mantiene abierta, segura, clarísima, no es obligatoria, no es comparable a una demostración científica, sino que se ofrece de forma que pueda respetar la libertad del hombre al que ha sido presentada la revelación; no impenetrable, no equívoca, sino todavía velada. Velada por la naturaleza inefable y trascendente, propia del pensamiento divino; está velada también incluso por el modo con el que dicho pensamiento nos es presentado. El mismo Jesús lo hará notar a propósito de sus enseñanzas, presentadas en forma de parábolas (cf. Mc 4,11; cf. Pascal, Pensées, 194). La verdad, la realidad divina nos ha sido manifestada por medio de señales. A este respecto tendríamos que decir muchísimas cosas.

La revelación se acepta por fe

Pero, por ahora, nos basta una: para aprovecharse de la revelación es necesario algún acto también por parte del hombre. Para ver es necesario abrir los ojos. Para recibir la revelación es necesario creer. Creer, bajo este aspecto, quiere decir no sólo aceptar pasiva y perezosamente, sino descubrir, es decir, buscar y penetrar en el significado de la palabra de Dios, en el modo, en el velo, que la presenta y la contiene y al mismo tiempo la sustrae a la curiosidad de nuestro conocimiento espontáneo y natural.

El amor de Dios centro de la historia de la salvación

¡Otro capítulo inmenso de la vida religiosa! Detengámonos en una página de este capítulo que podemos considerar como un resumen de estas cuestiones religiosas vitales. La página es ésta: ¿cuál es el descubrimiento que el hombre fiel consigue hacer buscando el sentido total y profundo de la revelación divina? El descubrimiento es el amor. Dios se ha revelado principalmente en Amor. Toda la historia de la salvación es Amor. Todo el Evangelio. Y a este respecto podríamos citar innumerables palabras de la Sagrada Escritura. Una del Antiguo Testamento aflora a nuestros labios: “Desde lejos el Señor se ha dado a ver a mí: con un amor eterno. Yo te he amado y por ello te he atraído a mí lleno de compasión” (Jr 31,3). Toda la epopeya de la religión es Amor, es misericordia, es efusión de la caridad de Dios hacia nosotros. Y la historia de Cristo está compendiada en la célebre síntesis de San Pablo: “Vivo en la fe que tengo en el Hijo de Dios, el Cual me ha amado y se ha entregado a Sí mismo por mí” (Gal 2,20). ¡Es necesario comprender! A los espíritus observadores les recomendamos otra página maravillosa del Apóstol: “Que podáis comprender con todos los santos cómo es lo ancho y lo largo, lo alto y lo profundo (nosotros hoy diríamos las dimensiones, ¡y aquí son cuatro!), y entender este amor de Cristo que supera toda ciencia, a fin de que seáis colmados por la plenitud de Dios” (Ef 3,17-19).

Detengámonos aquí…Es lo que, por esta causa, nos afecta, nos conmueve, nos perturba. Si uno llega a comprender que ha sido amado, amado hasta un grado supremo e inimaginable, hasta la muerte, silenciosa, gratuita y sufrida hasta una consumación total (cf. Jn 19,30) por quien ni siquiera conocíamos, y conocido lo habíamos negado y ofendido, si uno, decimos, comprende que es objeto de un tal amor, de un amor tan grande, no puede, en modo alguno permanecer tranquilo. Lo decía también el Dante: “Amor que a ningún amado consiente no amar” (Inf., 5,103); lo dice el himno litúrgico: “¿Quién no amará a quien así nos ama?”… Jesús nos ha amado, dice el Concilio, incluso “con corazón de hombre” (GS 22). ¡Y cómo! He aquí el tema de hoy de nuestro diálogo. Hijos carísimos, ¿Sabéis estas cosas? ¿Pensáis en ellas? ¿Cómo tratáis de responder a ellas?" (Pablo VI, Audiencia general, 2-junio-1969).

 OS DEJAMOS EL ENLACE:

DEI VERBUM 

miércoles, 14 de agosto de 2013

EL DESPERTAR CONTEMPLATIVO


La forma más alta de culto religioso encuentra su objeto y su plenitud en el despertar contemplativo y en la paz espiritual trascendente, en la unión cuasi-experiencial de sus miembros con Dios, más allá de los sentidos y por encima del éxtasis. La forma más baja procede de una sensación de poder numinosa y mágica «producida» por rituales que ofrecen la oportunidad de obtener un efecto mágico de la deidad aplacada. Entre ambos extremos se encuentran diversos niveles de éxtasis, exaltación, autorrealización ética, virtuosidad jurídica e intuición estética. En toda esa variedad de formas, ya se trate de una religión primitiva o sofisticada, tosca o pura, activa o contemplativa, se pretende obtener el despertar interior o, cuando menos, un sucedáneo aparentemente satisfactorio del mismo.
Mas a partir de lo anteriormente dicho resulta evidente que hay pocas religiones que de verdad penetren en el alma más íntima del creyente y ni tan siquiera las más elevadas acceden invariablemente, en sus formas sociales y litúrgicas, al «yo» más escondido de cada participante. El nivel común de la religión inferior se sitúa en alguna esfera del subconsciente colectivo de los fieles, y tal vez con mucha frecuencia en el yo colectivo externo. Ése es sin duda un hecho verificable en las modernas pseudo-religiones totalitarias de clase y estado. Y ése es uno de los rasgos más peligrosos de nuestra barbarie moderna: la invasión del mundo por una barbaridad que procede del interior mismo de la sociedad y del propio hombre. O, mejor, la reducción del ser humano, en la sociedad tecnológica, a un nivel de alienación casi pura que puede llevarle, por su propia voluntad y en cualquier momento, a una suerte de éxtasis político, arrastrado por el odio y el miedo y por groseras aspiraciones alrededor de un líder, un eslogan propagandístico o un símbolo político. Lamentablemente se puede verificar con demasiada frecuencia que ese tipo de éxtasis es hasta cierto punto «satisfactorio» y produce una especie de catarsis pseudo-espiritual o al menos un cierto grado de liberación de la tensión. Y eso es lo que cada vez más el hombre moderno está llegando a aceptar como sustituto de la auténtica plenitud religiosa, de la actividad moral y de la misma contemplación. Cada vez resulta más corriente que la aspiración innata de los seres humanos a recuperar su ser más propio que, en cuanto imágenes de Dios, todos ellos comparten, se vea pervertida y quede satisfecha con una burda parodia del misterio religioso y con la evocación de la sombra colectiva de un «yo». El mero hecho de que el descubrimiento de esa interioridad falaz sea inconsciente parece condición suficiente para hacerla aceptable. «Suena» a espontaneidad, y sobre todo viene acompañada de la certidumbre prostituida de grandeza e infalibilidad así como de la dulce pérdida de la responsabilidad personal que se desprende del abandono a un sentimiento colectivo, no importa cuán vil o asesino pueda éste llegar a ser. Eso sería semejante en toda realidad técnica a lo que el Nuevo Testamento denomina el Anticristo: ese pseudo-Cristo en el que nuestras identidades verdaderas se extravían y todo se ve sometido a la esclavitud de una feroz y pálida imago que habita en el seno del grupo enajenado.
Resulta importante en todo momento mantener una clara distinción entre la religión verdadera y la falsa, entre una interioridad auténtica y otra engañosa, entre la santidad y la posesión, entre el amor y el frenesí, entre la contemplación y la magia. En todos esos casos hay una aspiración al despertar interno y los mismos medios, buenos o indiferentes en sí mismos, pueden ser puestos al servicio del bien o del mal, de la salud o de la enfermedad, de la libertad o de la obsesión.

– «La experiencia interna», en Cistercium 212 (1998), pp. 830-83
 
 

lunes, 12 de agosto de 2013

LAS ETAPAS DE LA CONVERSION MONASTICA



El proceso continuo de nuestra transformación en la imagen de Cristo es también un proceso de conversión continua.

Esta conversion tiene su raíz en el bautismo por el cual hemos sido introducidos en la más radical de todas las conversiones que un ser humano ha podido vivir, es decir la muerte y la resurrección de Cristo. No hay una conversión que tenga sentido sin una relación con ese misterio pascual.

El misterio pascual está al centro de toda la historia humana. Los dos brazos de la cruz cubren todo el tramo del tiempo, desde el alba de la creación cuando Dios sopló su aliento de vida en la humanidad, hasta en regresar de todo en Dios en la Parousia -- con Jesús de Nazareth en el centro, devolviendo su espíritu al Padre para recibirlo de nuevo y ser el primero de nosotros a participar plenamente en la gloria del Padre.

Nuestra conversión monástica, como forma de participación en el misterio pascual de Cristo, es un elemento de esa transformación global de la humanidad y de todo el cosmos bajo la acción del espíritu de Cristo. Aunque sea antes de todo una conversión del corazón, asume una significación de la experiencia que Dios mismo hizo de la conversion humana en Cristo, e del largo camino que vino antes, y no será completada sin nuestra participación en la construcción del reino di Dios que implica una transformación o conversión de la sociedad.

La experiencia divina de conversion en Jesús Cristo

El primero paradigma de conversión o de transformación es ciertamente la transformación vivida por Dios en la encarnación y descrita por Pablo a los Filipenses en esas palabras: "... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre... Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre."(Filip. 2, 6sq).

Si entendemos la conversión sólo como el pasar del pecado a la virtud, evidentemente no hay sentido en parlar de conversión de Jesús o de la experiencia divina de conversión en Jesús. Pero, es solamente por casualidad que la conversión es para nosotros un pasaje del pecado a la virtud -- solamente porque la humanidad ha pecado. La realidad de la conversión es, en si misma, algo mucho más profundo y mucho mas grande. Empieza en el momento de nuestro nacimiento y es una dimensión de todas las transiciones da una etapa de crecimiento a la otra hasta que lleguemos a la perfección a la cual hemos sido llamados. Y Jesús vivió ese proceso.

Creció en edad y sabiduría, como dice la Escritura, y descubrió gradualmente su misión. Cuando descendió en las aguas del Jordán para ser bautizado por Juan, el Espíritu vino sobre él y sentió la voz del Padre: Tu eres mi hijo amado. En ese momento experimentó en su psychè humana su identidad como hijo de Dios y eso le dio una nueva luz sobre su misión. Ese nuevo sentido de identidad y esa nueva luz fueron asumidos a través un largo período de soledad en el desierto, en el cual vivió fuertes tentaciones. Ese proceso entero llegó a su término en la transformación radical realizada cuando devolvió su espíritu al Padre y fue resucitado por Él.

Cuando recibimos el bautismo, somos insertados en la larga experiencia humana de conversion que llega a su cubre en Cristo. Por nuestra inmersión en el misterio pascual de Cristo somos llamados a una transformación personal que debe conducir a nuestra plena integración en Dios. El bautismo, más bien que establecernos en un estado, nos lanza en un camino. Ese camino nos conduce más allá de nosotros, y más allá de nuestra experiencia personal.

Mirando por atrás al camino recorrido por la humanidad, podemos ver donde ese camino nos lleva. Eso es el camino al cual nos hemos comprometidos en el día de nuestra profesión monástica, prometiendo la "conversatio morum".

La conversión que Jesús pide a sus discípulos no es solamente una modificación superficial de nuestra conducta moral. Se trata de algo mucho más profundo que sustituir un "ego" por un otro "ego" más respetable o más conforme a las expectaciones de la sociedad. Requiere una transformaciòn global y radical que toca todas las dimensiones (espíritu, alma y cuerpo).

Evidentemente, esa conversión debe ser antes de todo una conversión del corazón, que es la fuente de todo lo que está bueno o malo en la existencia humana. Ezechiel describe en terminos bellos y poéticos la conversión que será caracterísica del nuevo Reino: " Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne"... (Ezech. 11, 19). El camino de conversión es, antes de todo, un camino interior, al centro del corazón, hacia el descubrimiento del verdadero "yo", de la persona que somos llamado por Dios a ser, la imagen única o la palabra única de Dios que somos, el nombre qe Él nos dio.

Cuando hacemos este camino debemos ser listos a encontrar lugares desconocidos. Podemos convertirnos en nómadas en nuestro propio interior. La primera realidad que encontramos en un tal viaje interior es la de nuestros pecados, de nuestros límites. Debemos prepararnos a encontrar confusión y tentación.

Hay una experiencia del desierto de ese tipo al comienzo de todo grande camino espiritual. Después de su bautismo Jesús empezó el nuevo período de su vida on un viaje en la soledad. Fue también la experiencia del profeta Elías, pasando a través la conciencia de su propia pobreca, de sus miedos, de su debilidad, en en desierto, antes de su encuentro con Dios en el monte Horeb. Fue la experiencia de Pablo que pasó unos años misteriosos en el desierto de Arabia después de su encuentro con Cristo en el camino de Damasco. Y millares de mujeres y hombres, desde los primeros tiempos de la vida monástica en Siria y Egipto, hasta hoy, fueron al desierto precisamente para vivir ese tipo de experiencia.

El camino de transformación puede empezar con una experiencia fulgurante como la de Jesús en su bautismo o la de Pablo en el camino hacia Damasco, o la de Elías en el monte Horeb. Pero para la mayoría de nosotros, entramos en ese camino de soledad en un modo imperceptible, no después de una experiencia mística profunda, sino simplemente, gradualmente, a lo largo de la vida cotidiana. Puede ser en el pasar del éxito al fracaso (en nuestro trabajo, en nuestras amistades, en nuestra vida académica o en nuestra vida moral); puede ser realizando que los años han empezado a dejar su marca en nuestro cuerpo. Esas pueden parece pequeñas cosas. Pero, si les vivamos concientemente, e si les aceptamos, nos ponen en contacto con nuestros limites profundos, con nuestro pecado, y con todos los ídolos a los cuales hemos sacrificado en el secreto. Y eso es el primer paso en el camino de la conversión del corazón.

Cuando los Padres del desierto describen sus luchas con las bestias del desierto, con les serpientes y los demonios (o con las mujeres seductoras de sus sueños), describen simplemente los varios aspectos de su corazón que la experiencia del desierto les permite descubrir. Es la realidad que Jung llama nuestra "sombra" (shadow self), la parte más inaceptable de nuestra personalidad, que, entonces, encontramos cara a cara.

Ese descubrimiento de nuestra pecaminosidad no es un descubrimiento que hacemos solamente al principio de nuestro noviciado. Puede ser el hecho de descubrir súbitamente, o con una intensidad nueva, después de años de vida de oración y de fiel servicio de Dios, que, por ejemplo, tenemos todavía dudas en nuestro corazón sobre nuestra vocación, que tenemos todavía fuertes pasiones, que tenemos muchas preguntas y pocas respuestas. Podemos pasar por momentos de oscuridad y aridez que pueden durar años.

Cuando Jesús describe la realidad de la conversión, utiliza imágenes que no son imágenes de transformación suave y fácil, sino más bien imágenes que refletan los dos acontecimientos más traumáticos de la vida humana: el nacimiento y la muerte. Él sabía más que cualquier otro, que uno puede llegar a la plenitud de vida solamente pasando a través el río de la muerte.

A Nicodema (Juan 3:5-6) dice: "El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne, lo nacido del Espíritu, es espíritu". Y un poco más adelante describe las condiciones de vida: "Si el grano de trigo caído en la tierra no muere, se queda solo. Pero si muera lleva frutos."

A menudo, la entrada en la vida monástica está considerada como "la conversión". Se considera entonces que el resto de la vida será una suave aunque no siempre fácil crecida, un desarrollo y una fiel perseverancia. El voto de "conversatio morum", se lo entiende como el compromiso de no pararse en este recto y plano camino hacia la perfección. En la misma manera, hay una tendencia hoy a privilegiar las "conversiones instantáneas", las experiencias místicas transformantes y imprevistas. El peligro es que esas conversiones sean solamente cambios de comportamiento, el cambio de un "yo" por una otro "yo".

De toda manera, aun la mas extraordinaria experiencia de Dios está normalmente solamente el primer paso en un largo camino de conversión, y no dispensa una persona de entrar en el desierto de su corazón e di vagar allá, en muchos casos por años, como el pueblo de Dios en el desierto, para ser puesto en contacto con su propio corazón y encontrar las fuerzas des mal en su propio campo, a imitación de Cristo y con su gracia, y, así, apresurar la venida de la fin de los tiempos.

Se puede perder toda la riqueza, la dolorosa riqueza de esas experiencias humanas de conversión cuando se pone demasiado el acento sobre las experiencias místicas extraordinarias o sobre un entusiasmo carismático irreal, o cuando las prácticas ascéticas se convierten en un sustituto a la plenitud de la vida. El ascetismo es necesario e indispensable, pero puede también ser una excusa conveniente para escapar el dolor del crecimiento. Puede ser un modo conveniente para evitar el proceso exigente de aprender a amar, a escuchar, a vivir -- en otras palabras, a llegar "gradualmente" a la plenitud de la perfección.

Si la formación monástica está preocupada solamente con transformarnos en buenos y edificantes monjes o monjas, o a prepararnos a varios ministerios y no nos anima a ir adelante en el camino solitario a través el desierto de nuestra pecaminosidad hacia el encuentro con el Dios vivo, ha sido un fracaso. Toda nuestra actividad no debe construirnos sino construir el reino.

Paradójicamente, tratar de mirar fuera de nosotros y probar de adaptarnos a ideales y aspiraciones externas puede impedir la conversión auténtica de la cual hablamos. Tengo miedo que en muchos casos nuestra formación monástica haga propio eso. En lugar de conducir las personas a una conversión profunda, les invitamos a vestirse de un "Yo" nuevo y gentil sobre el viejo. Cuando personas tientan de encontrar el fundamento de su identidad solamente haciendo cosas y obediendo a las expectaciones de la comunidad o de la sociedad, fomentan un "yo" falso. Ideales que son buenos en se, como el ideal de ser un buen novicio, un buen abad un buen maestro de los novicios pueden convertirse en obstáculos en el camino de una conversión más profunda. Muchas veces tenemos que abandonar nuestras propias creaciones para dejar que Dios nos toque y dé luz al nuestro propio verdadero Yo

Se continuemos con animo en nuestro camino hacia el desierto de nuestro corazón, llegaremos por fin en un modo o otro al fundamento de nuestro ser, donde nuestro ser sale del Ser, donde nuestro "Yo" es uno con Cristo, quien es la plenitud del "Yo", de modo que podamos decir con Pablo: "No vivo Yo, Él vive en me. La conversión conduce a una imagen renovada de nosotros, de Dios y de los demás. O, más bien, nos permite ir más allá de las imágenes, y transcender, en esta simplicitas que es el fin último de la vida monástica, todo lo que nos retiene lejos de nosotros mismos, de Dios y de nuestros hermanos.

Abbaye de Scourmont
Página de Dom Armand Veilleux

lunes, 5 de agosto de 2013

¿POR QUE LA IGLESIA ES UN REFERENTE SOCIAL?

 
Muchos hemos tenido la duda en algún momento de nuestra vida del porqué la Iglesia Católica da lineamientos en referencia a la vida social, la que se supone debiere ser independiente de los aspectos religiosos, que muchos consideran como el único ámbito de acción de la Iglesia.

La organización social es una preocupación de la Iglesia ya que obedece al mandato de Cristo de cuidar a los demás, lo que solamente puede lograrse mediante un cambio en el trato y las relaciones entre todos los miembros de la sociedad, tal como Nuestro Señor nos lo dijo (Mt, 25, 34-40); "...tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; fui forastero, y me acogiste; estaba desnudo, y me vestiste; enfermo, y me visitaste...En verdad les digo que cuanto hiciste a unos de estos hermanos...a mí me lo hiciste". Porque lo que Cristo vino a traernos es la doctrina de justicia y amor para que, sin excepción, toda persona tenga una vida más humana y digna.

Conforme a dicho mandato de Nuestro Señor, el Papa León XIII vio cómo a fines del siglo XIX, a consecuencia de la Revolución Industrial, la sociedad discriminaba a los obreros, como si fuesen máquinas y que eran objeto de abusos. Entonces decide publicar su primera encíclica social ¨oficial¨, la Rerum Novarum en 1891, en la que expresa (n. 1); ¨...debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común, creemos oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer, respecto de la situación de los obreros, lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la libertad humana, sobre la cristiana constitución de los Estados y otras parecidas...¨ (cfr. n.15) ¨...es inhumano abusar de los hombres, como si fueran cosas, aprovechándose de ellos¨. Entre las cuestiones principales de esta encíclica está la condena a las ideas socialistas marxistas ateas por ser contrarias a la dignidad humana y al plan divino para la persona. También el papa León XIII describe las condiciones de los trabajadores, defiende el derecho de toda persona a la propiedad privada y los beneficios de las asociaciones de obreros (sindicatos) y de empresarios, entre muchas otros aspectos, con el fin de humanizar a las empresas.

Ésta encíclica marca un cambio fundamental en las relaciones entre propietarios y obreros, fomentando un entendimiento positivo para beneficio de todas las personas que participan en las empresas. Este entendimiento es conforme a la paz que Cristo promulgó, contraria a la "lucha de clases" promovida por el marxismo.

Posteriormente el Papa Pío XI, en ocasión al 40 aniversario de la Rerum Novarum publica su encíclica Quadragesimo Anno en 1931, en la que añade una condena al control económico y político tanto del capitalismo a ultranza como del socialismo, apelando a los principios socialcristianos, a la recta razón y al entendimiento entre empresarios y obreros, como formas de acuerdo:
  CARTA ENCÍCLICA QUADRAGESIMO ANNO DE SU SANTIDAD PÍO XI


Cabe notar que el Papa Pío XI, muy preocupado por el avance del nazismo y el daño a la sociedad alemana que éste ocasionaba, publicó una encíclica en 1937, Mit Brennender Sorge (Con ardiente preocupación), ¡en alemán y que envió para que se leyera en las 11,000 iglesias católicas de la alemania nazi!, condenando las ideas racistas de Hitler, lo que le valió el odio del Führer. Nunca, ni antes ni después de esta encíclica, nadie enfrentó tan fuertemente al régimen Nazi.

Más adelante, el papa Pío XII, aunque no escribió encíclicas, a través de sus radiomensajes, especialmente el de la Navidad del 1942, enfatizó la urgente necesidad de aplicar los principios de la Doctrina Social Católica, no sólo en las organizaciones sino en los estados, para lograr el progreso y la paz nacional e internacional.

Así, someramente, podemos apreciar cómo la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), desde su inicio, promueve la visión cristiana en todos los ámbitos para la mejora integral de la persona, además de que jamás rechaza a ningún ser humano por cualquier motivo, incluido el credo religioso.

Al ser su principio base la "dignidad de la persona humana", permite que la misma DSI pueda atraer a todas las personas, ya que defiende los principios filosóficos y el bien de cualquier ser humano. A su vez, al colaborar en la superación integral del ser humano, también lo hace con las propias organizaciones y así sean; más humanas, más innovadoras, con mejores equipos de personas y, en suma, más competitivas y eficientes:
COMPENDIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA 

viernes, 2 de agosto de 2013

TESTIGOS DE ESPERANZA



En la entraña de la vocación monástica está anclada en lo más hondo la esperanza, esa esperanza que nace de la fe en un Dios bondadoso y amoroso que nos ha prometido el gozo de la salvación.

La encíclica del Papa Benedicto XVI, Spe Salvi, se sustenta en esta premisa: la fe en un Dios que promete un fututo mejor, un Dios filósofo y pastor que nos ilumina y nos lleva a la vida verdadera:

“La figura de Cristo como el verdadero filósofo que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el Evangelio lleva a la verdad . El nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la verdad... ...El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte. Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él se encuentra siempre un paso abierto” (Spe Salvi, 6)

Tenemos pues, que como el mismo Papa dice, la fe sustenta la esperanza del creyente, de tal manera que le hace arrostrar cualquier dificultad fiado en su Dios:

“La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que hombre puede apoyarse. Se crea una nueva libertad ante este fundamento que solo aparentemente es capaz de sustentarla. También se ha manifestado sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes hasta Francisco de Asis” (Spe Salvi, .

Nuestra vocación monástica si no está sustentada en una auténtica fe, se convierte en una rutina asfixiante, nuestra vida se convierte en un simple funcionariado de la liturgia o de cualquier otra cosa, y por supuesto la esperanza se evapora de nuestro horizonte, convirtiéndose en una espera ansiosa de distintas “prebendas”.

De todos es sabido que si nuestra vida de fe no se enriquece con la oración, la lectio divina, la vida fraterna y todos los demás valores monásticos, más tarde o más temprano nos veremos en un callejón sin salida, apresados en nuestra propia desesperación y en las garras poderosas del escepticismo.

La esperanza anclada en la fe nos pone alas, nos da el vigor necesario para enfrentar cada nuevo día con ilusión, con fortaleza, con alegría. Y esto porque nuestra fe nos asegura, más aún, nos anticipa ya ahora aquello a lo que estamos llamados: vivir en unión de espíritu con el Dios que nos ha creado, con el Dios que nos ha salvado y con el Dios que nos santifica.

En nuestra vida monástica existen unos cuantos valores que yo denomino lugares teológicos donde se afianza la fe y se acrecienta la esperanza. Estos valores son: la oración, la vida sacramental, la lectio divina y la vida fraterna.

Sobre la oración como escuela de esperanza el Papa dice lo siguiente:

“Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo” (Spe Salvi, 32).

Y nuestras constituciones en la constitución 22 dicen lo siguiente:

“Los monjes se aplican frecuentemente a la oración con ardiente deseo y espíritu de compunción. Estando en la tierra, viven con su espíritu en el cielo y desean la vida eterna con todo afán espiritual”.

Tenemos, pues, que la oración fortalece nuestra esperanza de poder llegar a ser lo que Dios mismo quiere que seamos: hijos en el Hijo.

Es evidente que la vida sacramental, principalmente la eucaristía, nos introduce anticipadamente en aquella vida que será la verdadera y definitiva: la vida de comunión en Dios.

Por la lectio divina nuestra inteligencia y todo nuestro ser se va amoldando a la verdadera y única palabra de Dios: el Verbo encarnado.

La vida fraterna vivida con espíritu de caridad hace de cada comunidad un cielo en la tierra, donde cada uno de los hermanos recibe de los otros el amor de Dios que nos hace superar todas las diferencias.

De todo lo dicho podemos concluir que nuestra vida monástica vivida con autenticidad acrecienta nuestra esperanza y nos convierte de cara al mundo en portadores de vida, esperanza y amor para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que envueltos en un clima sin fe, se despeñan por caminos de desesperanza.

Es necesario salir de nuestras mediocridades y abrazar con fuerza nuestro propio carisma para llegar a ser hombres y mujeres que en la fe en Jesucristo encuentran la plenitud de su existencia.
Carlos Torrejón