LAS ETAPAS DE LA CONVERSION MONASTICA
El proceso continuo de nuestra transformación en la imagen de Cristo es también un proceso de conversión continua.
Esta conversion tiene su raíz en el bautismo por el cual hemos sido
introducidos en la más radical de todas las conversiones que un ser
humano ha podido vivir, es decir la muerte y la resurrección de Cristo.
No hay una conversión que tenga sentido sin una relación con ese
misterio pascual.
El misterio pascual está al centro de toda la
historia humana. Los dos brazos de la cruz cubren todo el tramo del
tiempo, desde el alba de la creación cuando Dios sopló su aliento de
vida en la humanidad, hasta en regresar de todo en Dios en la Parousia
-- con Jesús de Nazareth en el centro, devolviendo su espíritu al Padre
para recibirlo de nuevo y ser el primero de nosotros a participar
plenamente en la gloria del Padre.
Nuestra conversión
monástica, como forma de participación en el misterio pascual de Cristo,
es un elemento de esa transformación global de la humanidad y de todo
el cosmos bajo la acción del espíritu de Cristo. Aunque sea antes de
todo una conversión del corazón, asume una significación de la
experiencia que Dios mismo hizo de la conversion humana en Cristo, e del
largo camino que vino antes, y no será completada sin nuestra
participación en la construcción del reino di Dios que implica una
transformación o conversión de la sociedad.
La experiencia divina de conversion en Jesús Cristo
El primero paradigma de conversión o de transformación es ciertamente
la transformación vivida por Dios en la encarnación y descrita por Pablo
a los Filipenses en esas palabras: "... siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y
apareciendo en su porte como hombre... Por lo cual Dios le exaltó y le
otorgó el Nombre que está sobre todo nombre."(Filip. 2, 6sq).
Si entendemos la conversión sólo como el pasar del pecado a la virtud,
evidentemente no hay sentido en parlar de conversión de Jesús o de la
experiencia divina de conversión en Jesús. Pero, es solamente por
casualidad que la conversión es para nosotros un pasaje del pecado a la
virtud -- solamente porque la humanidad ha pecado. La realidad de la
conversión es, en si misma, algo mucho más profundo y mucho mas grande.
Empieza en el momento de nuestro nacimiento y es una dimensión de todas
las transiciones da una etapa de crecimiento a la otra hasta que
lleguemos a la perfección a la cual hemos sido llamados. Y Jesús vivió
ese proceso.
Creció en edad y sabiduría, como dice la
Escritura, y descubrió gradualmente su misión. Cuando descendió en las
aguas del Jordán para ser bautizado por Juan, el Espíritu vino sobre él y
sentió la voz del Padre: Tu eres mi hijo amado. En ese momento
experimentó en su psychè humana su identidad como hijo de Dios y eso le
dio una nueva luz sobre su misión. Ese nuevo sentido de identidad y esa
nueva luz fueron asumidos a través un largo período de soledad en el
desierto, en el cual vivió fuertes tentaciones. Ese proceso entero llegó
a su término en la transformación radical realizada cuando devolvió su
espíritu al Padre y fue resucitado por Él.

Cuando recibimos el
bautismo, somos insertados en la larga experiencia humana de conversion
que llega a su cubre en Cristo. Por nuestra inmersión en el misterio
pascual de Cristo somos llamados a una transformación personal que debe
conducir a nuestra plena integración en Dios. El bautismo, más bien que
establecernos en un estado, nos lanza en un camino. Ese camino nos
conduce más allá de nosotros, y más allá de nuestra experiencia
personal.
Mirando por atrás al camino recorrido por la
humanidad, podemos ver donde ese camino nos lleva. Eso es el camino al
cual nos hemos comprometidos en el día de nuestra profesión monástica,
prometiendo la "conversatio morum".
La conversión que Jesús
pide a sus discípulos no es solamente una modificación superficial de
nuestra conducta moral. Se trata de algo mucho más profundo que
sustituir un "ego" por un otro "ego" más respetable o más conforme a las
expectaciones de la sociedad. Requiere una transformaciòn global y
radical que toca todas las dimensiones (espíritu, alma y cuerpo).
Evidentemente, esa conversión debe ser antes de todo una conversión del
corazón, que es la fuente de todo lo que está bueno o malo en la
existencia humana. Ezechiel describe en terminos bellos y poéticos la
conversión que será caracterísica del nuevo Reino: " Yo les daré un solo
corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el
corazón de piedra y les daré un corazón de carne"... (Ezech. 11, 19). El
camino de conversión es, antes de todo, un camino interior, al centro
del corazón, hacia el descubrimiento del verdadero "yo", de la persona
que somos llamado por Dios a ser, la imagen única o la palabra única de
Dios que somos, el nombre qe Él nos dio.
Cuando hacemos este
camino debemos ser listos a encontrar lugares desconocidos. Podemos
convertirnos en nómadas en nuestro propio interior. La primera realidad
que encontramos en un tal viaje interior es la de nuestros pecados, de
nuestros límites. Debemos prepararnos a encontrar confusión y tentación.
Hay una experiencia del desierto de ese tipo al comienzo de todo grande
camino espiritual. Después de su bautismo Jesús empezó el nuevo período
de su vida on un viaje en la soledad. Fue también la experiencia del
profeta Elías, pasando a través la conciencia de su propia pobreca, de
sus miedos, de su debilidad, en en desierto, antes de su encuentro con
Dios en el monte Horeb. Fue la experiencia de Pablo que pasó unos años
misteriosos en el desierto de Arabia después de su encuentro con Cristo
en el camino de Damasco. Y millares de mujeres y hombres, desde los
primeros tiempos de la vida monástica en Siria y Egipto, hasta hoy,
fueron al desierto precisamente para vivir ese tipo de experiencia.
El camino de transformación puede empezar con una experiencia
fulgurante como la de Jesús en su bautismo o la de Pablo en el camino
hacia Damasco, o la de Elías en el monte Horeb. Pero para la mayoría de
nosotros, entramos en ese camino de soledad en un modo imperceptible, no
después de una experiencia mística profunda, sino simplemente,
gradualmente, a lo largo de la vida cotidiana. Puede ser en el pasar del
éxito al fracaso (en nuestro trabajo, en nuestras amistades, en nuestra
vida académica o en nuestra vida moral); puede ser realizando que los
años han empezado a dejar su marca en nuestro cuerpo. Esas pueden parece
pequeñas cosas. Pero, si les vivamos concientemente, e si les
aceptamos, nos ponen en contacto con nuestros limites profundos, con
nuestro pecado, y con todos los ídolos a los cuales hemos sacrificado en
el secreto. Y eso es el primer paso en el camino de la conversión del
corazón.
Cuando los Padres del desierto describen sus luchas
con las bestias del desierto, con les serpientes y los demonios (o con
las mujeres seductoras de sus sueños), describen simplemente los varios
aspectos de su corazón que la experiencia del desierto les permite
descubrir. Es la realidad que Jung llama nuestra "sombra" (shadow self),
la parte más inaceptable de nuestra personalidad, que, entonces,
encontramos cara a cara.
Ese descubrimiento de nuestra
pecaminosidad no es un descubrimiento que hacemos solamente al principio
de nuestro noviciado. Puede ser el hecho de descubrir súbitamente, o
con una intensidad nueva, después de años de vida de oración y de fiel
servicio de Dios, que, por ejemplo, tenemos todavía dudas en nuestro
corazón sobre nuestra vocación, que tenemos todavía fuertes pasiones,
que tenemos muchas preguntas y pocas respuestas. Podemos pasar por
momentos de oscuridad y aridez que pueden durar años.
Cuando
Jesús describe la realidad de la conversión, utiliza imágenes que no son
imágenes de transformación suave y fácil, sino más bien imágenes que
refletan los dos acontecimientos más traumáticos de la vida humana: el
nacimiento y la muerte. Él sabía más que cualquier otro, que uno puede
llegar a la plenitud de vida solamente pasando a través el río de la
muerte.
A Nicodema (Juan 3:5-6) dice: "El que no nazca de agua y
de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne,
es carne, lo nacido del Espíritu, es espíritu". Y un poco más adelante
describe las condiciones de vida: "Si el grano de trigo caído en la
tierra no muere, se queda solo. Pero si muera lleva frutos."
A
menudo, la entrada en la vida monástica está considerada como "la
conversión". Se considera entonces que el resto de la vida será una
suave aunque no siempre fácil crecida, un desarrollo y una fiel
perseverancia. El voto de "conversatio morum", se lo entiende como el
compromiso de no pararse en este recto y plano camino hacia la
perfección. En la misma manera, hay una tendencia hoy a privilegiar las
"conversiones instantáneas", las experiencias místicas transformantes y
imprevistas. El peligro es que esas conversiones sean solamente cambios
de comportamiento, el cambio de un "yo" por una otro "yo".
De
toda manera, aun la mas extraordinaria experiencia de Dios está
normalmente solamente el primer paso en un largo camino de conversión, y
no dispensa una persona de entrar en el desierto de su corazón e di
vagar allá, en muchos casos por años, como el pueblo de Dios en el
desierto, para ser puesto en contacto con su propio corazón y encontrar
las fuerzas des mal en su propio campo, a imitación de Cristo y con su
gracia, y, así, apresurar la venida de la fin de los tiempos.
Se puede perder toda la riqueza, la dolorosa riqueza de esas
experiencias humanas de conversión cuando se pone demasiado el acento
sobre las experiencias místicas extraordinarias o sobre un entusiasmo
carismático irreal, o cuando las prácticas ascéticas se convierten en un
sustituto a la plenitud de la vida. El ascetismo es necesario e
indispensable, pero puede también ser una excusa conveniente para
escapar el dolor del crecimiento. Puede ser un modo conveniente para
evitar el proceso exigente de aprender a amar, a escuchar, a vivir -- en
otras palabras, a llegar "gradualmente" a la plenitud de la perfección.
Si la formación monástica está preocupada solamente con
transformarnos en buenos y edificantes monjes o monjas, o a prepararnos a
varios ministerios y no nos anima a ir adelante en el camino solitario a
través el desierto de nuestra pecaminosidad hacia el encuentro con el
Dios vivo, ha sido un fracaso. Toda nuestra actividad no debe
construirnos sino construir el reino.
Paradójicamente, tratar
de mirar fuera de nosotros y probar de adaptarnos a ideales y
aspiraciones externas puede impedir la conversión auténtica de la cual
hablamos. Tengo miedo que en muchos casos nuestra formación monástica
haga propio eso. En lugar de conducir las personas a una conversión
profunda, les invitamos a vestirse de un "Yo" nuevo y gentil sobre el
viejo. Cuando personas tientan de encontrar el fundamento de su
identidad solamente haciendo cosas y obediendo a las expectaciones de la
comunidad o de la sociedad, fomentan un "yo" falso. Ideales que son
buenos en se, como el ideal de ser un buen novicio, un buen abad un buen
maestro de los novicios pueden convertirse en obstáculos en el camino
de una conversión más profunda. Muchas veces tenemos que abandonar
nuestras propias creaciones para dejar que Dios nos toque y dé luz al
nuestro propio verdadero Yo
Se continuemos con animo en nuestro
camino hacia el desierto de nuestro corazón, llegaremos por fin en un
modo o otro al fundamento de nuestro ser, donde nuestro ser sale del
Ser, donde nuestro "Yo" es uno con Cristo, quien es la plenitud del
"Yo", de modo que podamos decir con Pablo: "No vivo Yo, Él vive en me.
La conversión conduce a una imagen renovada de nosotros, de Dios y de
los demás. O, más bien, nos permite ir más allá de las imágenes, y
transcender, en esta simplicitas que es el fin último de la vida
monástica, todo lo que nos retiene lejos de nosotros mismos, de Dios y
de nuestros hermanos.
Abbaye de Scourmont
Página de Dom Armand Veilleux
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