
La lectura monástica de la Biblia no es, por consiguiente, un estudio,
porque su finalidad no es adquirir cultura o ciencia. Podríamos llamarla
una “meditación”, para subrayar la dimensión espiritual de
profundización que ella pide. El término “meditación” tiene, sin
embargo, el inconveniente de sugerir reflexión más que oración, y de
recargar la lectura de la Biblia con las categorías sistematizadas con
que la meditación ha sido frecuentemente relacionada, y que ignoraron
los antiguos. La fórmula lectio divina es la más adecuada, porque indica
una lectura sabrosa y orante, escuchando al espíritu de Dios, con la
convicción de que él nos iluminará sobre el texto; es menos una técnica
que una mística, y no consiste en leer un texto sino en buscar la verdad
y el contacto con una persona, Dios.
Lectio divina y lectura espiritual se complementan mutuamente, pero no
deben confundirse, al menos hoy. Para estar abiertos y adaptados a los
problemas de nuestro tiempo debemos leer muchos artículos y libros, que
no favorecen casi nada la lectura orante. Frecuentemente hay que leerlos
con rapidez, para poder acabarlos. Y a pesar de esa rapidez, la lectura
puede ser muy buena, instructiva y nutritiva; pero no es lectio divina,
al menos según el significado antiguo y auténtico de esta expresión.
El ámbito de la lectura espiritual es más amplio, y la lectura
espiritual puede coincidir muchas veces con el estudio propiamente dicho
de teología, exégesis o problemas de espiritualidad. El campo de la
lectio divina es más restringido: ante todo la Biblia, y después otros
libros que fomentan una lectura gratuita, lenta, profunda y orante. La
lectura espiritual puede no ser desinteresada y perseguir la finalidad
de preparar una conferencia, predicación, cursos o artículos. La lectio
divina debe ser, en cambio, absolutamente desinteresada y descarta todas
las finalidades que acabo de mencionar. Está muy próxima a la oración, y
frecuentemente se puede confundir con ella, convirtiéndose en una
preparación excelente para la oración litúrgica, pero manteniéndola en
su atmósfera de adoración, alabanza y acción de gracias, con silencios
mucho más frecuentes y pausas prolongadas.
LA LECTURA DE LAS ESCRITURAS EN LA REGLA SAN BENITO
En el prólogo de su Regla, San
Benito pide a sus discípulos que lleven su vida monástica per ducatum
evangelii, “guiados por el Evangelio”; que lo consideren, por consiguiente,
como la regla de vida por excelencia. En el último capítulo vuelve a repetir la
misma idea, a manera de conclusión: “¿Hay una página o una palabra de autoridad
divina, en el Antiguo y Nuevo Testamento, que no sea una regla muy segura de
conducta en nuestra vida?”. San Benito ve, pues, en la sagrada Escritura no
solamente un alimento de sabiduría y piedad, sino también una norma de vida.
Esta forma de pensar es
completamente bíblica. Jeremías nos dice: “¿No quema mi palabra como el fuego?
¿No es como un martillo que golpea la roca?” (Jer 23, 29). La palabra divina
turba, desgarra, adiestra y trasforma. No deja tranquilo a ninguno que la
reciba con un corazón recto, abierto y dócil.
El peligro de saborear la belleza y
armonías de la Palabra
de Dios sin dejar que remueva la vida con sus exigencias, aparece claramente en
el coloquio de Natán con David, después del adulterio del rey y la muerte de
Urías (2 Sam 12, 1-12). David escuchó a Natán con benevolencia, aplaudió todas
las palabras del profeta, se indignó con él y más que él, pero no se le ocurrió
aplicarse la parábola que se le propuso. Fue preciso que Natán le dijera
claramente y sin miramientos: “¡Ese hombre eres tú!”
Los
Padres del Desierto estaban firmemente comprometidos en el camino de
Natán...”Cuando leas las palabras de las divinas Escrituras, ora primero a Dios
para que abra los ojos de tu corazón, - dice Juan Crisóstomo- para que no te
contentes con repetir lo que está escrito, sino que lo lleves a la práctica, no
sea que leas para condenación de tu alma las palabras vivificantes de las Escrituras”.
El
que disocia la Escritura
y la vida, el que pierde la humildad y la caridad al escrutarla con aridez o
discutiendo con orgullo, confunde las Escrituras y pierde su alma. Al
contrario, el que las usa con pureza de corazón y con intención de ponerlas en
práctica, suele extraer pronto su sentido.
San Benito
prescribió que todos hicieran lectura cada día, y que dos monjes se
encargara de recorrer ese tiempo las celdas, para ver si era observado
este punto; caso de encontrar algún negligente en su cumplimiento,
quería que se le impusiera una penitencia. Y antes que todos los
fundadores, lo había prescrito San Pablo a Timoteo: «Aplícate a la
lectura»: Nótese la palabra que emplea: attende; es decir, que por
muchos que fueran los cuidados que le exigieran sus ovejas –Timoteo era
obispo–, quería San Pablo que se dedicara a la lectura de libros
santos, no como de pasada y por breve tiempo, sino aplicándose
expresamente a ella con detención.
DESIERTO Y COMUNIÓN-LA LECTIO DIVINA.
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