La forma más alta de culto religioso encuentra su objeto y su plenitud
en el despertar contemplativo y en la paz espiritual trascendente, en la
unión cuasi-experiencial de sus miembros con Dios, más allá de los
sentidos y por encima del éxtasis. La forma más baja procede de una
sensación de poder numinosa y mágica «producida» por rituales que
ofrecen la oportunidad de obtener un efecto mágico de la deidad
aplacada. Entre ambos extremos se encuentran diversos niveles de
éxtasis, exaltación, autorrealización ética, virtuosidad jurídica e
intuición estética. En toda esa variedad de formas, ya se trate de una
religión primitiva o sofisticada, tosca o pura, activa o contemplativa,
se pretende obtener el despertar interior o, cuando menos, un sucedáneo
aparentemente satisfactorio del mismo.
Mas a partir de lo
anteriormente dicho resulta evidente que hay pocas religiones que de
verdad penetren en el alma más íntima del creyente y ni tan siquiera las
más elevadas acceden invariablemente, en sus formas sociales y
litúrgicas, al «yo» más escondido de cada participante. El nivel común
de la religión inferior se sitúa en alguna esfera del subconsciente
colectivo de los fieles, y tal vez con mucha frecuencia en el yo
colectivo externo. Ése es sin duda un hecho verificable en las modernas
pseudo-religiones totalitarias de clase y estado. Y ése es uno de los
rasgos más peligrosos de nuestra barbarie moderna: la invasión del mundo
por una barbaridad que procede del interior mismo de la sociedad y del
propio hombre. O, mejor, la reducción del ser humano, en la sociedad
tecnológica, a un nivel de alienación casi pura que puede llevarle, por
su propia voluntad y en cualquier momento, a una suerte de éxtasis
político, arrastrado por el odio y el miedo y por groseras aspiraciones
alrededor de un líder, un eslogan propagandístico o un símbolo político.
Lamentablemente se puede verificar con demasiada frecuencia que ese
tipo de éxtasis es hasta cierto punto «satisfactorio» y produce una
especie de catarsis pseudo-espiritual o al menos un cierto grado de
liberación de la tensión. Y eso es lo que cada vez más el hombre moderno
está llegando a aceptar como sustituto de la auténtica plenitud
religiosa, de la actividad moral y de la misma contemplación. Cada vez
resulta más corriente que la aspiración innata de los seres humanos a
recuperar su ser más propio que, en cuanto imágenes de Dios, todos ellos
comparten, se vea pervertida y quede satisfecha con una burda parodia
del misterio religioso y con la evocación de la sombra colectiva de un
«yo». El mero hecho de que el descubrimiento de esa interioridad falaz
sea inconsciente parece condición suficiente para hacerla aceptable.
«Suena» a espontaneidad, y sobre todo viene acompañada de la certidumbre
prostituida de grandeza e infalibilidad así como de la dulce pérdida de
la responsabilidad personal que se desprende del abandono a un
sentimiento colectivo, no importa cuán vil o asesino pueda éste llegar a
ser. Eso sería semejante en toda realidad técnica a lo que el Nuevo
Testamento denomina el Anticristo: ese pseudo-Cristo en el que nuestras
identidades verdaderas se extravían y todo se ve sometido a la
esclavitud de una feroz y pálida imago que habita en el seno del grupo
enajenado.
Resulta importante en todo momento mantener una clara
distinción entre la religión verdadera y la falsa, entre una
interioridad auténtica y otra engañosa, entre la santidad y la posesión,
entre el amor y el frenesí, entre la contemplación y la magia. En todos
esos casos hay una aspiración al despertar interno y los mismos medios,
buenos o indiferentes en sí mismos, pueden ser puestos al servicio del
bien o del mal, de la salud o de la enfermedad, de la libertad o de la
obsesión.
– «La experiencia interna», en Cistercium 212 (1998), pp. 830-83

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