miércoles, 14 de agosto de 2013

EL DESPERTAR CONTEMPLATIVO


La forma más alta de culto religioso encuentra su objeto y su plenitud en el despertar contemplativo y en la paz espiritual trascendente, en la unión cuasi-experiencial de sus miembros con Dios, más allá de los sentidos y por encima del éxtasis. La forma más baja procede de una sensación de poder numinosa y mágica «producida» por rituales que ofrecen la oportunidad de obtener un efecto mágico de la deidad aplacada. Entre ambos extremos se encuentran diversos niveles de éxtasis, exaltación, autorrealización ética, virtuosidad jurídica e intuición estética. En toda esa variedad de formas, ya se trate de una religión primitiva o sofisticada, tosca o pura, activa o contemplativa, se pretende obtener el despertar interior o, cuando menos, un sucedáneo aparentemente satisfactorio del mismo.
Mas a partir de lo anteriormente dicho resulta evidente que hay pocas religiones que de verdad penetren en el alma más íntima del creyente y ni tan siquiera las más elevadas acceden invariablemente, en sus formas sociales y litúrgicas, al «yo» más escondido de cada participante. El nivel común de la religión inferior se sitúa en alguna esfera del subconsciente colectivo de los fieles, y tal vez con mucha frecuencia en el yo colectivo externo. Ése es sin duda un hecho verificable en las modernas pseudo-religiones totalitarias de clase y estado. Y ése es uno de los rasgos más peligrosos de nuestra barbarie moderna: la invasión del mundo por una barbaridad que procede del interior mismo de la sociedad y del propio hombre. O, mejor, la reducción del ser humano, en la sociedad tecnológica, a un nivel de alienación casi pura que puede llevarle, por su propia voluntad y en cualquier momento, a una suerte de éxtasis político, arrastrado por el odio y el miedo y por groseras aspiraciones alrededor de un líder, un eslogan propagandístico o un símbolo político. Lamentablemente se puede verificar con demasiada frecuencia que ese tipo de éxtasis es hasta cierto punto «satisfactorio» y produce una especie de catarsis pseudo-espiritual o al menos un cierto grado de liberación de la tensión. Y eso es lo que cada vez más el hombre moderno está llegando a aceptar como sustituto de la auténtica plenitud religiosa, de la actividad moral y de la misma contemplación. Cada vez resulta más corriente que la aspiración innata de los seres humanos a recuperar su ser más propio que, en cuanto imágenes de Dios, todos ellos comparten, se vea pervertida y quede satisfecha con una burda parodia del misterio religioso y con la evocación de la sombra colectiva de un «yo». El mero hecho de que el descubrimiento de esa interioridad falaz sea inconsciente parece condición suficiente para hacerla aceptable. «Suena» a espontaneidad, y sobre todo viene acompañada de la certidumbre prostituida de grandeza e infalibilidad así como de la dulce pérdida de la responsabilidad personal que se desprende del abandono a un sentimiento colectivo, no importa cuán vil o asesino pueda éste llegar a ser. Eso sería semejante en toda realidad técnica a lo que el Nuevo Testamento denomina el Anticristo: ese pseudo-Cristo en el que nuestras identidades verdaderas se extravían y todo se ve sometido a la esclavitud de una feroz y pálida imago que habita en el seno del grupo enajenado.
Resulta importante en todo momento mantener una clara distinción entre la religión verdadera y la falsa, entre una interioridad auténtica y otra engañosa, entre la santidad y la posesión, entre el amor y el frenesí, entre la contemplación y la magia. En todos esos casos hay una aspiración al despertar interno y los mismos medios, buenos o indiferentes en sí mismos, pueden ser puestos al servicio del bien o del mal, de la salud o de la enfermedad, de la libertad o de la obsesión.

– «La experiencia interna», en Cistercium 212 (1998), pp. 830-83
 
 

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