viernes, 2 de agosto de 2013

TESTIGOS DE ESPERANZA



En la entraña de la vocación monástica está anclada en lo más hondo la esperanza, esa esperanza que nace de la fe en un Dios bondadoso y amoroso que nos ha prometido el gozo de la salvación.

La encíclica del Papa Benedicto XVI, Spe Salvi, se sustenta en esta premisa: la fe en un Dios que promete un fututo mejor, un Dios filósofo y pastor que nos ilumina y nos lleva a la vida verdadera:

“La figura de Cristo como el verdadero filósofo que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el Evangelio lleva a la verdad . El nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la verdad... ...El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte. Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él se encuentra siempre un paso abierto” (Spe Salvi, 6)

Tenemos pues, que como el mismo Papa dice, la fe sustenta la esperanza del creyente, de tal manera que le hace arrostrar cualquier dificultad fiado en su Dios:

“La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que hombre puede apoyarse. Se crea una nueva libertad ante este fundamento que solo aparentemente es capaz de sustentarla. También se ha manifestado sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes hasta Francisco de Asis” (Spe Salvi, .

Nuestra vocación monástica si no está sustentada en una auténtica fe, se convierte en una rutina asfixiante, nuestra vida se convierte en un simple funcionariado de la liturgia o de cualquier otra cosa, y por supuesto la esperanza se evapora de nuestro horizonte, convirtiéndose en una espera ansiosa de distintas “prebendas”.

De todos es sabido que si nuestra vida de fe no se enriquece con la oración, la lectio divina, la vida fraterna y todos los demás valores monásticos, más tarde o más temprano nos veremos en un callejón sin salida, apresados en nuestra propia desesperación y en las garras poderosas del escepticismo.

La esperanza anclada en la fe nos pone alas, nos da el vigor necesario para enfrentar cada nuevo día con ilusión, con fortaleza, con alegría. Y esto porque nuestra fe nos asegura, más aún, nos anticipa ya ahora aquello a lo que estamos llamados: vivir en unión de espíritu con el Dios que nos ha creado, con el Dios que nos ha salvado y con el Dios que nos santifica.

En nuestra vida monástica existen unos cuantos valores que yo denomino lugares teológicos donde se afianza la fe y se acrecienta la esperanza. Estos valores son: la oración, la vida sacramental, la lectio divina y la vida fraterna.

Sobre la oración como escuela de esperanza el Papa dice lo siguiente:

“Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo” (Spe Salvi, 32).

Y nuestras constituciones en la constitución 22 dicen lo siguiente:

“Los monjes se aplican frecuentemente a la oración con ardiente deseo y espíritu de compunción. Estando en la tierra, viven con su espíritu en el cielo y desean la vida eterna con todo afán espiritual”.

Tenemos, pues, que la oración fortalece nuestra esperanza de poder llegar a ser lo que Dios mismo quiere que seamos: hijos en el Hijo.

Es evidente que la vida sacramental, principalmente la eucaristía, nos introduce anticipadamente en aquella vida que será la verdadera y definitiva: la vida de comunión en Dios.

Por la lectio divina nuestra inteligencia y todo nuestro ser se va amoldando a la verdadera y única palabra de Dios: el Verbo encarnado.

La vida fraterna vivida con espíritu de caridad hace de cada comunidad un cielo en la tierra, donde cada uno de los hermanos recibe de los otros el amor de Dios que nos hace superar todas las diferencias.

De todo lo dicho podemos concluir que nuestra vida monástica vivida con autenticidad acrecienta nuestra esperanza y nos convierte de cara al mundo en portadores de vida, esperanza y amor para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que envueltos en un clima sin fe, se despeñan por caminos de desesperanza.

Es necesario salir de nuestras mediocridades y abrazar con fuerza nuestro propio carisma para llegar a ser hombres y mujeres que en la fe en Jesucristo encuentran la plenitud de su existencia.
Carlos Torrejón 

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