TESTIGOS DE ESPERANZA
En la entraña de la vocación monástica está anclada en lo más hondo
la esperanza, esa esperanza que nace de la fe en un Dios bondadoso y
amoroso que nos ha prometido el gozo de la salvación.
La
encíclica del Papa Benedicto XVI, Spe Salvi, se sustenta en esta
premisa: la fe en un Dios que promete un fututo mejor, un Dios filósofo y
pastor que nos ilumina y nos lleva a la vida verdadera:
“La
figura de Cristo como el verdadero filósofo que tiene el Evangelio en
una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con
este bastón Él vence a la muerte; el Evangelio lleva a la verdad . El
nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser
verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la
verdad... ...El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino
que pasa por el valle de la muerte. Él mismo ha recorrido este camino,
ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para
acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él se encuentra
siempre un paso abierto” (Spe Salvi, 6)
Tenemos pues, que como
el mismo Papa dice, la fe sustenta la esperanza del creyente, de tal
manera que le hace arrostrar cualquier dificultad fiado en su Dios:
“La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el
que hombre puede apoyarse. Se crea una nueva libertad ante este
fundamento que solo aparentemente es capaz de sustentarla. También se ha
manifestado sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes hasta
Francisco de Asis” (Spe Salvi, .
Nuestra vocación monástica si no está sustentada en una auténtica fe,
se convierte en una rutina asfixiante, nuestra vida se convierte en un
simple funcionariado de la liturgia o de cualquier otra cosa, y por
supuesto la esperanza se evapora de nuestro horizonte, convirtiéndose en
una espera ansiosa de distintas “prebendas”.
De todos es
sabido que si nuestra vida de fe no se enriquece con la oración, la
lectio divina, la vida fraterna y todos los demás valores monásticos,
más tarde o más temprano nos veremos en un callejón sin salida,
apresados en nuestra propia desesperación y en las garras poderosas del
escepticismo.
La esperanza anclada en la fe nos pone alas,
nos da el vigor necesario para enfrentar cada nuevo día con ilusión, con
fortaleza, con alegría. Y esto porque nuestra fe nos asegura, más aún,
nos anticipa ya ahora aquello a lo que estamos llamados: vivir en unión
de espíritu con el Dios que nos ha creado, con el Dios que nos ha
salvado y con el Dios que nos santifica.
En nuestra vida
monástica existen unos cuantos valores que yo denomino lugares
teológicos donde se afianza la fe y se acrecienta la esperanza. Estos
valores son: la oración, la vida sacramental, la lectio divina y la vida
fraterna.
Sobre la oración como escuela de esperanza el Papa dice lo siguiente:
“Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la
oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya
no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar
con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme. Si
me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está
totalmente solo” (Spe Salvi, 32).
Y nuestras constituciones en la constitución 22 dicen lo siguiente:
“Los monjes se aplican frecuentemente a la oración con ardiente deseo y
espíritu de compunción. Estando en la tierra, viven con su espíritu en
el cielo y desean la vida eterna con todo afán espiritual”.
Tenemos, pues, que la oración fortalece nuestra esperanza de poder
llegar a ser lo que Dios mismo quiere que seamos: hijos en el Hijo.
Es evidente que la vida sacramental, principalmente la eucaristía, nos
introduce anticipadamente en aquella vida que será la verdadera y
definitiva: la vida de comunión en Dios.
Por la lectio divina
nuestra inteligencia y todo nuestro ser se va amoldando a la verdadera y
única palabra de Dios: el Verbo encarnado.
La vida fraterna
vivida con espíritu de caridad hace de cada comunidad un cielo en la
tierra, donde cada uno de los hermanos recibe de los otros el amor de
Dios que nos hace superar todas las diferencias.
De todo lo
dicho podemos concluir que nuestra vida monástica vivida con
autenticidad acrecienta nuestra esperanza y nos convierte de cara al
mundo en portadores de vida, esperanza y amor para los hombres y mujeres
de nuestro tiempo, que envueltos en un clima sin fe, se despeñan por
caminos de desesperanza.
Es necesario salir de nuestras
mediocridades y abrazar con fuerza nuestro propio carisma para llegar a
ser hombres y mujeres que en la fe en Jesucristo encuentran la plenitud
de su existencia.
Carlos Torrejón
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