domingo, 28 de octubre de 2012

ESPIRITUALIDAD BENEDICTINA

 La espiritualidad benedictina es la espiritualidad del siglo XXI.

La espiritualidad benedictina es la espiritualidad del siglo XXI, porque aborda los problemas que afrontamos hoy: servicio, relaciones, autoridad, comunidad, equilibrio, trabajo, sencillez, oración y desarrollo espiritual psicológico.  Su importancia radica en que la espiritualidad benedictina ofrece más un modo de vida y una actitud mental que un conjunto de prescripciones religiosas. Después de todo al modo de vida benedictino se le atribuye la salvación de la Europa cristiana de los estragos de la Edad  Media. Y en una época que tiende de nuevo a la autodestrucción, al mundo puede interesarle preguntar cómo lo hizo.

             La Regla benedictina no es un tratado de teología sistemática. Su lógica es la lógica de la vida cotidiana vivida en Cristo y vivida como es debido.
             Algunos apuntes históricos sobre Benito.-
             Benito de Nursia nació el año 480. Cuando era estudiante en Roma, se cansó de la decadente cultura circundante y se marchó a vivir una vida espiritual sencilla como ermitaño en la campiña de Subiaco, a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. No mucho tiempo después, sin embargo, fue descubierto tanto por los habitantes de la zona como es por algunos discípulos que también buscaban  un modo  de  vida más lleno de sentido. De estas relaciones brotó la vida monástica que, posteriormente, abarcaría toda Europa. En nuestros días hay más de catorce mil comunidades de hombres y mujeres benedictinos y cistercienses que viven bajo ésta regla. 
             Además de los monjes y monjas profesos que siguen el modo de benedictino, hay innumerables laicos del mundo entero que encuentran también en la regla una guía y un fundamento para su propia vida en medio de un mundo caótico y cuestionador.
     Comentario espiritual sobre un breve texto extraído del Prólogo de su Regla. 
Y el Señor, que busca a su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige esta llamada, dice de nuevo: <<¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?» (Sal 34,13). Si tú, al oírlo, respondes «Yo», Dios te dice: «Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela» (Sal 34,14-15). Y si hacéis esto, «pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras preces, y antes de que me invoquéis» diré: «Aquí estoy» (Is 58,9). ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida. Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su reino a «Aquel que nos llamó a su eterna presencia» (1 Tes 2,12).  
           Para Benito, según se ve, la vida espiritual no es una colección de prácticas ascéticas, sino un modo de estar en el mundo abierto a Dios y a los demás. Luchamos, como es natural, con tentaciones de separar ambas cosas. Es tan fácil decirnos que dejamos a un lado las necesidades de los demás porque estamos atendiendo las necesidades de Dios... Es tan fácil ir a la iglesia en lugar de a casa de un amigo cuya depresión nos deprime... Es tan fácil preferir el silencio a las exigencias de los hijos... Es mucho más fácil leer un libro de religión que escuchar al marido hablar de su trabajo o a la mujer de su soledad. Es mucho más fácil practicar la religión privatizada de las oraciones y las penitencias que pasar por tontos por culpa de la religión cristiana de la visión global y la paz. Sin embargo, en lo profundo de sí mismas todas las tradiciones espirituales, rechazan esas racionalizaciones: «¿Hay vida después de la muerte?», preguntó en una ocasión un discípulo a un venerable maestro. Y éste contestó: «La gran pregunta espiritual de la vida no es si hay vida después de la muerte. La gran pregunta espiritual es si hay vida antes de la muerte». Benito, obviamente, cree que la vida vivida plenamente es vida vivida en dos planos: atención a Dios y al bien de los demás. 
           Piadosos –dice este párrafo- son quienes nunca hablan destructivamente de otra persona–por ira, rencor o venganza– y quienes aportan un corazón abierto a un mundo cerrado y desgarrador.Los piadosos saben cuándo el mundo en que viven les sitúa en una resbaladiza pendiente muy distante del bien, la verdad y lo santo, y se niegan a tomar parte en ese declinante proceso. Y, lo que es más digno de mención, se aprestan a contrarrestarlo. No basta, da a entender Benito, con limitarse a distanciarse del mal. No basta, por ejemplo, con negarse a difamar a los demás, sino que debemos reparar su reputación; no basta con desaprobar los residuos tóxicos, sino que debemos actuar para salvar el planeta; no basta con preocuparse por los pobres, sino que debemos actuar para impedir la pobreza. Debemos ser personas que aportan creación a la vida: «Si hacéis esto -nos recuerda la regla-, "pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras preces"». Si hacéis esto, estaréis en presencia de Dios.            Finalmente, en lo que concierne a Benito, la vida espiritual depende de que seamos unos pacificadores pacíficos.
            La agitación elimina de nosotros la conciencia de Dios. Cuando nos motiva la agitación, cuando nos consume" la inquietud, nos sumimos en nuestros planes personales que tienen tendencia a ser siempre desproporcionados. Nos vemos atrapados en cosas que, bien analizadas, sencillamente carecen de importancia, son pasajeras y tienen que ver con vivir cómodamente en lugar de vivir como es debido. Perdemos los nervios porque los niños gritan o las máquinas se estropean o los semáforos duran demasiado. Perdemos el contacto con el centro de las cosas.
            Al mismo tiempo, la tranquilidad pasiva no es el propósito de la vida benedictina. Esta espiritualidad llama a ser amables y dejar una estela de no violencia. Resulta sorprendente que un documento del siglo VI adoptara tal postura en un mundo violento.
            En esta regla de vida sencillamente se ignora la violencia. La violencia no funciona. Ni la violencia política, ni la violencia social, ni la violencia física, ni siquiera la violencia que nos hacemos a nosotros mismos en nombre de la religión. Las guerras no han funcionado, ni tampoco el clasismo ni el fanatismo. El benedictismo, por otro lado, sencillamente no tiene como propósito doblegar, al cuerpo ni vencer al mundo, sino que se dispone, sencillamente, a sosegar un universo permeado por la violencia siendo una pacífica voz por la paz en un mundo que piensa que todo —las relaciones internacionales, la educación de los niños, el desarrollo económico e incluso todo en la vida espiritual- se lleva a cabo por la fuerza,
                        El benedictismo es una llamada a vivir en el mundo, no sólo sin alzar las armas contra los demás, sino haciendo el bien. El pasaje implica claramente que quienes hacen de la creación de Dios su enemigo sencillamente no «merecen ver en su reino a "Aquel que nos llamó a su eterna presencia"». .
   Reflexiones extraídas del libro: La Regla De  San Benito. Vocación  de Eternidad. JOAN CHITTISTER, O.S.B.
 (texto integro web oficial del Monasterio de Santa Maria de Las Escalonias: http://www.monasterioescalonias.org/reflexion-semanal/370-la-espiritualidad-benedictina-es-la-espiritualidad-del-siglo-xxi.html)








LA VIDA ASCETICA DEL MONJE ENCAMINADA AL BIEN QUE ES EL AMOR
La vida ascética del monje está guiada por la convicción de que “considerando que no pueden realizar el bien que hay en sí mismos, sino que es el Señor quien lo hace, proclaman la grandeza del Señor que obra en ellos, diciendo con el profeta: „No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria‟”(RB Pról. 29ss.). La experiencia ascética del Espíritu conduce al contacto consciente y al enfrentamiento con nuestra propia maldad, culpa e inclinación al pecado. Al margen de esto el monje no puede en modo alguno tomar conciencia del poder del Espíritu. Llama la atención que Benito nunca cita 1 Co 13, y sin embargo conoce muy bien el carácter fundamentalmente carismático del amor. Para él, el amor no es algo estático sino un continuo movimiento. La vida, la búsqueda y el esfuerzo monásticos (cf. RB Pról. 47; 7, 67) tiende a producirlo y a mantenerlo. Toda la enseñanza del Espíritu tiene por objeto enseñar a amar. El ritmo del Espíritu es el del amor. Su acción se dirige ante todo al corazón del monje para revelarlo, abrirlo y dilatarlo. El monje debe recorrer su camino con gran libertad y espontaneidad, en nombre del amor. Esto es lo único que agrada a Dios y es conforme al evangelio. El Espíritu quiere que sigamos a Cristo con la alegría, la facilidad y la dulzura del amor. El amor es el don más personal del Espíritu. Exige nuestro “yo” íntegro, se dirige al interlocutor de Dios en su irrepetibilidad absoluta. Aquí nuestro “yo” se acerca al “Tú” divino, aquí el espíritu se acerca al Espíritu. En la amplitud y la plenitud del amor se encuentran Espíritu, filiación, fraternidad y paternidad. La fuerza, el don y el misterio de tal amor se unen en el “buen celo” que los monjes deben practicar con un amor ardentísimo (cf. RB 72, 3).
LA ACTITUD DE ESCUCHA COMO LLAMADA AL ESPIRITU

 Sólo el que escucha puede recibir y transmitir el Espíritu. Para Benito escuchar es ante todo una escucha de la Palabra de Dios, pero también de la voz del Espíritu en el abad, en la comunidad, en el huésped y en el extranjero. Benito conoce y desarrolla una psicología “espiritual” de la escucha; pensemos en el comienzo del Prólogo de la Regla. El proceso de la escucha y la comprensión de la Palabra se eleva desde una primera atención exterior del oído, pasando por el inclinar el oído del corazón y la percepción alegre y pronta, hasta la realización eficaz en la acción. La escucha determina a quién se presta oído (Gehör) y, en última instancia, a quién se pertenece (gehört), incluye una repartición y una participación. En la escucha se determina la libertad de nuestro corazón. El que escucha está y vive en diálogo con el Espíritu. He aquí una de las razones por las cuales en la vida monástica se da mucha importancia a la oración como proceso original de la escucha. La oración es el “lugar” donde coinciden (berühren) el oído y la boca, el corazón y la mano, la Palabra y la respuesta (Wort und Antwort), donde nacen y se desarrollan o se frustran, la unisonancia, la armonía o “sinfonía” del ser y de la vida, de lo interior y lo exterior, de la verdad del espíritu y la verdad de la existencia. En la escucha radica la decisión respecto a nuestro propio ser-hombre y ser-monje. Por eso nuestro modo de escuchar y nuestros hábitos en ese dominio siempre necesitan ser purificados, y nuevamente relacionados con el Espíritu.

 CONCLUSION A LA REGLA DE SAN BENITO
(RB 73)





Con el capítulo 73 se termina en el estado definitivo en que nos la transmitió la tradición. No hay duda de que este capítulo es auténtico de san Benito, y expresa perfectamente su concepto sobre la vida monástica.
Una de las cosas que impactan en este capítulo, es la humildad de Benito que sabe situar su trabajo en un contexto mucho más amplio en el que él no es más que un eslabón en la larga cadena de la tradición. Para él la vida monástica no consiste en observar un cierto número de reglamentos y practicar un fuerte número de ejercicios ascéticos. Sino que consiste en el caminar de persona que se lanzan con toda su energía hacia el fin de la vida cristiana que es la perfección de la caridad. La Regla no tiene otro fin que presentar algunas orientaciones para este caminar. Con una sencillez y una sinceridad que nada tienen de falsa humildad, san Benito dice que retrata de una Regla “para principiantes”. Pero no se trata de principiantes ordinarios. Los que él tiene a la vista son principiantes “que se apresuran hacía la patria celestial”. Y en este camino estamos siempre en el principio, hasta que lleguemos al destino.


Esto nos indica la actitud que debe os tener frete a la Regla, lo que debemos buscar y lo que no podremos encontrar.. Sería un puro arcaísmo, y una gran aberración que sería un buen monje benedictino practicando a la letra las prescripciones de san Benito, pues muchas de estas prescripciones no están adaptadas a nuestro contexto actual, ni a la conciencia eclesial y a las sensibilidades teológicas de nuestro tiempo. Es necesario ver la Regla como ha sido vista durante siglos: como la expresión particularmente rica, equilibrada y adaptada a su tiempo con una tradición espiritual mucho más antigua y que no podría nunca ser aprisiona en un texto.





  Por principio Benito remite a la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento que es el único texto que reconoce con carácter normativo. Y la única vez que utiliza en la Regla la palabra latina “norma”. Es, dice él, una norma perfecta (rectísima norma) de vida humana. Sencillamente de vida cristiana, pero también de “vida humana” y reenvía también a los “a los Padres Católicos”, indicando aquellos que nosotros llamamos “Padres e la Iglesia”, comprende los Padres del Monaquismo. Hace referencia a Casiano, pero sin nombrarlo, explícitamente no nombra a ningún Padre, solamente al que tiene un profundo sentido cenobítico: que él llama nuestro Padre san Basilio”

 Este hermoso capítulo con que concluye la Regla nos permite una reprovisión de conjunto sobre la forma como san Benito ve la vida monástica. En primer lugar el monje debe ser humano completo, equilibrado y feliz que desea vivir en plenitud. Es aquel que, oye decir a Dios: ¿Cuál es el hombre que ama la vida y desea ver día felices” y ha respondido “Yo” (Prol, 15-16). Y para llegar a ese fin tiene una norma segura en las Escrituras. El monje es también un hombre que, a través de las Escrituras, ha recibido la Revelación y el mensaje de Cristo, Es pues un Cristiano que debe encontrar en l Evangelio todas la enseñanzas de que tiene necesidad, y hacer de él su norma de vida. Este Evangelio lo ha recibido a través de la tradición de los Padres, y ha sido llamado por Dios a vivir su vida cristiana en una modalidad, o según un camino que la tradición ha llamado “monástico” Por eso encuentra en la Regla de Benito una interpretación del Evangelio, marcado por la sabiduría, y aplicado a un contexto cultural determinado. Necesita más allá de la Regla, y con la ayuda de la Regla, volver constantemente al Evangelio y, Como Benito lo hizo para su siglo, encontrar como encarnar la misma postura espiritual en el mundo de hoy. Ese es nuestro desafío continuo, como individuos, como comunidad, como Orden.

ARMAND VEILLEUX . O.C.S.O. Abad en Scourmont.




La espiritualidad benedictina se basa en el presupuesto de que no necesitamos pasar las horcas caudinas para llegar a Dios. Por el contrario, nos limitamos a hacernos conscientes de que Dios está con nosotros, y entonces somos capaces de pasar bajo cualquier horca caudina de la tierra confiados y acunados por esa certeza.

Entonces, una vez que hayamos aceptado a Dios, a nosotros mismos, nuestro entorno y a las personas que nos rodean tal como son -dice Benito-, llegaremos a la paz interior, que es signo de una vida vivida como es debido.

Joan Chittister, OSB




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 Una espiritualidad desde abajo.
El diálogo con Dios desde el fondo de la persona.
Por: Anselm Grün y Meinrad Dufner.


LA ESPIRITUALIDAD Y LA HUMILDAD SEGUN SAN BENITO



Benito describe  la espiritualidad desde abajo como un  camino espiritual, interior, el camino de la madurez humana, de la contemplación y de una creciente experiencia de Dios.
La humildad, por lo tanto, brota de una experiencia de Dios, es inalcanzable por
métodos humanos, viene como consecuencia de la experiencia de Dios en cuanto
misterio infinito comparado con la experiencia que uno tiene de sí mismo como criatura
limitada, creación humana del creador divino. 

En el capítulo sobre la humildad, por tanto, se hace una descripción de una experiencia creciente de Dios y de un conocimiento de sí mismo cada vez más claro. Benito señala la manera como puede el monje acercarse progresivamente a Dios y por el amoroso y curativo acercamiento a Dios trasformarse a sí mismo más y más. La humildad no es para Benito una virtud alcanzable por el hombre sino una progresiva experiencia, es condición para la
experiencia de Dios, es la experiencia de sí mismo dentro de la experiencia de Dios.
Cuanto más me acerco a Dios tanto más dura descubro mi propia verdad; cuanto más
conozco mi verdad en el fracaso tanto más me abro a la verdad de Dios. Bernardo de
Claraval define la humildad como el más auténtico conocimiento que de sí mismo
pueda tenerse (PL, 182, 942). Ese conocimiento nos llega en el encuentro con el
verdadero Dios.
Para Benito la humildad es imitación de «Cristo que se vació de sí mismo y se
hizo semejante a los hombres» (Fil 2, 6). En la humildad profundizamos en el
pensamiento de Cristo.
«Él no se aferró a sí y a su divinidad, al contrario se humilló y se hizo obediente
hasta la muerte». La humildad es para los Padres de la Iglesia también una condición
previa para la contemplación, para entrar en el camino espiritual. Benito ve en la
práctica de la humildad una vía para llegar al amor perfecto y a la unión, en la
contemplación. Este amor perfecto (caritas) va marcado por el amor a Cristo (amore
Christi = el apasionado amor a Cristo, la íntima y personal relación con él) y por el
gusto de las virtudes (delectatione virtutum), sin que deba entenderse la virtud en
sentido moral sino como una fuerza dada por Dios al hombre. La humildad lleva por
tanto al hombre a sentir gusto en su vitalidad, en su dinamismo, en su vida modelada
según el espíritu divino. El término del camino de la humildad no es la humillación del
hombre sino su exaltación, su trasformación por el espíritu de Dios que le impregna, y
el gusto de la nueva calidad de su vida.

Nunca cita Benito tantos textos de la Escritura como en el capítulo sobre la
humildad. Con ello está aconsejando a los monjes que asimilen con humildad las
actitudes fundamentales expresadas en la Biblia y contrasten en ella todo cuanto Dios ha
revelado como camino hacia la vida. Comienza el capítulo sobre la humildad con estas
palabras: «Hermanos, la Sagrada Escritura nos grita: El que se ensalza será humillado, y
el que se humilla será enaltecido (Lc 12, 14)». Trata por tanto Benito en este capítulo
del cumplimiento de la palabra de Jesús y de la asimilación creciente de su espíritu.No
debemos entender la expresión «humillarse a sí mismo» en sentido moralizante como si
tuviéramos que empequeñecernos y pensar bajamente de nosotros. La interpretación
correcta tiene sentido psicológico, es decir, el que se identifica con ideales elevados o se
eleva juntamente con ellos tendrá que verse confrontado inevitablemente con su propia
pequeñez, se verá obligado a situarse ante la realidad de sus limitaciones, a su
terrenalidad, a su humus. Se verá humillado, se caerá de bruces por elevarse demasiado.
Los sueños con caídas nos hacer ver muchas veces hasta qué altura nos habíamos
elevado. Un sueño en el que caigo y caigo me está exigiendo un descenso, una
reconciliación con mi condición humana. 

El que se abaja, dice Jesús, será enaltecido. El que desciende hasta su propia realidad, al abismo de su inconsciente, a la oscuridad de sus sombras, hasta tocar la impotencia de sus propios esfuerzos, el que llega a ponerse en contacto con su humanidad y terrenalidad, se elevará y llegará hasta el verdadero Dios. La ascensión a Dios es el objetivo de toda espiritualidad y método espiritualDesde los tiempos de Platón se expresa la primigenia aspiración de los humanos en conceptos y símbolos de ascensión a Dios. Lo paradójico de la espiritualidad de abajo, tal como la describe Benito en su capítulo sobre la humildad, consiste en que, por el
descenso a nuestra realidad humana, ascendemos hasta Dios.
El fariseo que pone toda la confianza en sí y en sus logros morales es humillado
por Dios, no ha comprendido nada. El fariseo instrumentaliza a Dios para acrecentar el
sentimiento de complacencia en la contemplación de su propia imagen. En lugar de
servir a Dios da culto a los ídolos. Necesita confrontarse primero con su propia
indigencia antes de capitular ante Dios.
El publicano pone toda su confianza en Dios por que se conoce en humildad, se
confía a la misericordia divina y queda ensalzado y justificado. Sabe bien que él ni
puede mejorarse ni garantizar nada. Deposita toda su confianza en Dios, único capaz de
infundirle ánimo y hacerle justo.

La meta de nuestro camino interior, tal como lo describe Benito en su capítulo
sobre la humildad, es la plenitud del amor que expulsa todo temor. El camino de la
pureza de corazón y de la plenitud del amor pasa por el descenso a las profundidades de
a realidad en pensamientos y afectos, de las pasiones y energías, del cuerpo y del
inconsciente. La espiritualidad benedictina arranca desde abajo, desde la verdad del
hombre con sus aspiraciones, heridas y traumas, desde las adversidades de cada día y
lleva en dirección ascensional a Dios, a la plenitud del amor. Con amor perfecto ya no
se vive en espíritu de temor, ya no hay peligro de ser manipula dos desde fuera ni por
las expectativas de los hombres ni por las imposiciones del superyo. Se llega a vivir en
paz y armonía con lo más auténtico de lo que por naturaleza somos. El amor perfecto
purifica el corazón para que vea a Dios. Benito describe el amor perfecto con tres
expresiones:
— Amor Christi, el amor de Cristo, y significa el amor a Cristo apasionado y tierno, la
relación personal con él en la que el monje actual mente vive.
— Consuetudo ipsa bona, la buena costumbre. Quiere decir que la observancia de los
mandamientos ya no se considera como imposición desde fuera sino como exigencia
interior del amor que hace crecer al monje identifica do con la voluntad de Dios y
desde esa disposición interior vive y cumple lo que Dios quiere de él, lo que más se
adapta a su verdadero ser.
— Dilectio virtutum, el amor a las virtudes. Describe el placer interior experimentado
ante la fortaleza que Dios comunica. La naturaleza trasformada es un reflejo de la
imagen que Dios se ha formado de nosotros y esa trasformación es obra de la acción
permanente del Espíritu. El Espíritu Santo nos con vierte en un escaparate del amor de
Dios. El nos acompaña en el descenso a las profundidades de nuestra humanidad, de
nuestra terrenalidad, para trasformarla toda desde sus cimientos y convertirla en
exhibición suya.

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CONTENIDO EXTRAIDO DE LAS CHARLAS SOBRE ESPIRITUALIDD BENEDICTINA
RETIRO ESPIRITUAL-SANTA MARIA DE LA ESCALONIAS
OCTUBRE 2012
 
 
PLÁTICA SOBRE ESPIRITUALIDAD BENEDICTINA
Regla de San Benito, del Prólogo.

“Escucha, hijo, los preceptos del Maestro e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia para militar por Cristo Señor, verdadero Rey”.
Regla de San Benito, del Prólogo.
 
 
La vida es maestra de verdades universales. Ésa puede ser la razón de que las lecturas religiosas de tantas naciones hablen de las mismas situaciones y se aferren a las mismas intuiciones. La Regla de Benito es también una obra de la literatura sapiencial que examina temas vitales. Aborda la respuesta a las grandes cues­tiones de la condición humana: la presencia de Dios, el funda­mento de las relaciones, la naturaleza del desarrollo personal, el papel de la intención ... Para los sabios, según se ve, la vida no es una serie de acontecimientos que hay que controlar, sino un modo de atravesar el universo íntegro y santo.
El primer párrafo de la Regla de Benito sitúa instantánea­mente ante nosotros el fundamento de la capacidad de hacerlo.
Benito dice: «Escucha». Presta atención a las instrucciones de esta regla y atiende a las cosas importantes de la vida. No dejes pasar nada sin abrirte a ser alimentado por el significado interno de ese acontecimiento vital. Un proverbio oriental dice: «Si no vivimos la vida conscientemente, puede que no estemos viviendo en absoluto».
El Prólogo nos pide que hagamos eso mismo. Si queremos tener una vida espiritual, tendremos que concentrarnos en hacer­lo. La espiritualidad no llega respirando, sino escuchando esta regla y sus intuiciones sobre la vida «con el oído del corazón», con el sentimiento, con más que un interés académico.
Una parte de la espiritualidad es, pues, aprender a ser cons­ciente de lo que ocurre a nuestro alrededor y permitimos sentir sus efectos. Si vivimos en un entorno de afán de lucro colectivo o de violencia personal, no podremos crecer espiritualmente hasta que nos permitamos reconocerlo. La otra parte de la espiri­tualidad, como el Prólogo deja bastante claro, es aprender a oír lo que Dios quiere en una situación determinada y estar presto a «recibir con gusto el consejo... y cumplirlo verdaderamente». Ver el afán de lucro o sentir la violencia sin preguntar qué espera el Evangelio en tal situación no es espiritualidad, sino, en el mejor de los casos, mera piedad.
Quizá lo más importante de todo sea la insistencia del Prólogo en que la regla no está escrita por un tirano espiritual que nos intimida o nos golpea en su falsa pretensión de hacernos crecer, sino por alguien que nos ama y que, si se lo permitimos, nos llevará a la ple­nitud de vida. Es un anuncio de profunda importancia. Nadie crece simplemente haciendo lo que otro le fuerza a hacer. Comenzamos a crecer cuando, finalmente, queremos hacerlo. Todos los padres rígi­dos, madres exigentes y maestros críticos del mundo no pueden com­pensar nuestra decisión personal de ser lo que podemos haciendo lo que debemos.
En este primer párrafo de la regla, Benito expone la impor­tancia de no permitirnos ser nuestro propio guía, nuestro propio dios. La obediencia -dice Benito-, la disposición a escuchar la voz de Dios en la vida, es lo que nos arrancará de nuestro limita­do panorama. Somos llamados a algo que está fuera de nosotros, es mayor que nosotros y va más allá de nosotros mismos. Y nece­sitaremos que alguien nos muestre el camino: Cristo, un modelo espiritual amoroso, esta regla ...
Ante todo, pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones. En todo tiempo, pues, debemos obede­cerle con los bienes suyos que Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre airado, desherede a sus hijos, ni como señor temible, irritado por nuestras mal­dades, entregue a la pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no quisieron seguirle a la gloria.
La persona que ora por la presencia de Dios está ya, irónica­mente, en presencia de Dios. La persona que busca a Dios ya le ha encontrado en alguna medida. «Se dignó contamos en el número de sus hijos», nos recuerda la regla. Benito lo sabe y, evidentemente, quiere que nosotros también lo sepamos. Una vida tediosa y rutina­ria seguirá siendo tediosa y rutinaria por mucho empeño que pon­gamos en desarrollarnos espiritualmente. La mucha asistencia a la iglesia no cambiará nada. Lo que la atención a la vida espiritual cambia es nuestra apreciación de la presencia de Dios en nuestra vida tediosa y rutinaria. Llegamos a caer en la cuenta de que no es que encontremos a Dios, sino que Dios, finalmente, capta nuestra atención. La vida espiritual es una gracia con la que debemos coo­perar, no un premio que alcanzar ni un trofeo que ganar.
Pero, como la regla da a entender, nos ha sido dada una gra­cia que es volátil. Sentirla e ignorarla, recibirla pero rechazarla, como el párrafo sugiere, supone encontrarse en una situación peor que si nunca hubiésemos prestado ninguna atención en absoluto a la vida espiritual. Por desdeñar los excelentes dones de Dios -dice Benito-, por negarnos a utilizar los recursos que tene­mos en la construcción del reino de Dios, por comenzar lo que no tenemos intención de completar, el precio es alto. Somos deshe­redados; perdemos lo que es nuestro si lo queremos; perdemos la oportunidad de la vida a la que estamos destinados. Somos trata­dos, no como hijos del amo que saben instintivamente que están destinados a entrar en niveles de relación nuevos y más profun­dos, sino como ayuda pagada en la casa, como personas que parecen ser parte de la familia, pero nunca obtienen sus auténti­cos beneficios ni conocen su verdadera naturaleza. Al no respon­der a Dios allí donde está a nuestro alrededor, podemos perder el poder de Dios que hay en nosotros.
Estas palabras no eran metáforas vacías en la Italia del siglo VI. Ser miembro de una familia romana, la familia cuyas estructu­ras conocía Benito, era estar bajo el poder religioso, económico y disciplinario del padre hasta que el padre moría, fuera cual fuese la edad de los hijos. Ser desheredado por el padre era quedar desam­parado en una cultura en la que el empleo pagado era menosprecia­do. Ser castigado por el padre era perder la seguridad de la familia, al margen de la cual no había seguridad en absoluto. Perder la rela­ción con el padre era, pues, literalmente, perder la vida.
¿Y quién no ha conocido la autenticidad de ello?; ¿a quién no le han fallado, menos Dios, todas las cosas a las que se ha aferrado -dinero, status, seguridad, trabajo, personas- y quién no se ha visto defraudado? ¿Qué vida no se ha visto afectada por una serie de esperanzas decepcionadas -las raíces de las cuales se hundían en un piélago de falsas promesas y tesoros vacuos- que no podía satisfacer? Benito nos pida aquí que cai­gamos en la cuenta de que Dios es la única tabla de salvación que la vida nos garantiza. Hemos sido amados y llamados a la vida por Dios, y ahora debemos amarle en correspondencia con toda nuestra vida o vivir para siempre una muerte en vida.
 
 
2ª PLÁTICA SOBRE ESPIRITUALIDAD BENEDICTINA 
COMENTARIO ESPIRITUAL
“Y el Señor, que busca a su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige esta llamada, dice de nuevo: « ¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?» (Sal 34,13). Si tú, al oírlo, respondes «Yo», Dios te dice: «Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela» (Sal 34,14­15). Y si hacéis esto, «pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras preces, y antes de que me invoquéis» diré: «Aquí estoy» (Is 58,9). ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida. Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su reino a «Aquel que nos llamó a su eterna presencia» (1 Tes 2,12)”.
Para Benito, según se ve, la vida espiritual no es una colec­ción de prácticas ascéticas, sino un modo de estar en el mundo abierto a Dios y a los demás. Luchamos, como es natural, con tentaciones de separar ambas cosas. Es tan fácil decirnos que dejamos a un lado las necesidades de los demás porque esta­mos atendiendo las necesidades de Dios ... Es tan fácil ir a la iglesia en lugar de a casa de un amigo cuya depresión nos      deprime.    
Es tan fácil preferir el silencio a las exigencias de  los hijos. Es mucho más fácil leer un libro de religión que escuchar al marido hablar de su trabajo o a la mujer de su sole­dad. Es mucho más fácil practicar la religión privatizada de las oraciones y las penitencias que pasar por tontos por culpa de la religión cristiana de la visión global y la paz. Sin embargo, en lo profundo de sí mismas todas las tradiciones espirituales rechazan esas racionalizaciones: «¿Hay vida después de la muerte?», preguntó en una ocasión un discípulo a un venerable maestro. Y éste contestó: «La gran pregunta espiritual de la vida no es si hay vida después de la muerte. La gran pregunta espiritual es si hay vida antes de la muerte». Benito, obvia­mente, cree que la vida vivida plenamente es vida vivida en dos planos: atención a Dios y al bien de los demás.

Piadosos -dice este párrafo- son quienes nunca hablan destruc­tivamente de otra persona -por ira, rencor o venganza- y quienes aportan un corazón abierto a un mundo cerrado y desgarrador.

Los piadosos saben cuándo el mundo en que viven les sitúa en una resbaladiza pendiente muy distante del bien, la verdad y lo santo, y se niegan a tomar parte en ese declinante proceso. Y, lo que es más digno de mención, se aprestan a contrarrestado. No basta, da a entender Benito, con limitarse a distanciarse del mal. No basta, por ejemplo, con negarse a difamar a los demás, sino que debemos reparar su reputación; no basta con desaprobar los residuos tóxicos, sino que debemos actuar para salvar el planeta; no basta con preocuparse por los pobres, sino que debemos actuar para impedir la pobreza. Debemos ser personas que apor­tan creación a la vida: «Si hacéis esto -nos recuerda la regla-, "pondré mis ojos sobre vosotros, y mis oídos oirán vuestras pre­ces"». Si hacéis esto, estaréis en presencia de Dios.
Finalmente, en lo que concierne a Benito, la vida espiritual depende de que seamos unos pacificadores pacíficos. La agitación elimina de nosotros la conciencia de Dios. Cuando nos motiva la agitación, cuando nos consume la inquietud, nos sumimos en nuestros planes personales que tienen tendencia a ser siempre desproporcionados. Nos vemos atrapados en cosas que, bien analizadas, sencillamente carecen de importancia, son pasaje­ras y tienen que ver con vivir cómodamente en lugar de con vivir como es debido. Perdemos los nervios porque los niños gritan o las máquinas se estropean o los semáforos duran demasiado. Perdemos el contacto con el centro de las cosas.

Al mismo tiempo, la tranquilidad pasiva no es el propósito de la vida benedictina. Esta espiritualidad llama a ser amables y dejar una estela de no violencia. Resulta sorprendente que un documento del siglo VI adoptara tal postura en un mundo violen­to. No hay aquí una teología del Armagedón ni un llamamiento a entablar una batalla entre el bien y el mal en un mundo que se apunta al dualismo y divide la vida entre cosas del espíritu y cosas de la carne.

En esta regla de vida sencillamente se ignora la violencia. La violencia no funciona. Ni la violencia política, ni la violencia social, ni la violencia física, ni siquiera la violencia que nos hace­mos a nosotros mismos en nombre de la religión. Las guerras no han funcionado, ni tampoco el clasismo ni el fanatismo. El bene­dictismo, por otro lado, sencillamente no tiene como propósito doblegar al cuerpo ni vencer al mundo, sino que se dispone, sencillamente, a sosegar un universo permeado por la violencia sien­do una pacífica voz por la paz en un mundo que piensa que todo -las relaciones internacionales, la educación de los niños, el des­arrollo económico e incluso todo en la vida espiritua1- se lleva a cabo por la fuerza.

El benedictismo es una llamada a vivir en el mundo, no sólo sin alzar las armas contra los demás, sino haciendo el bien. El pasaje implica claramente que quienes hacen de la creación de Dios su enemigo sencillamente no «merecen ver en su reino a "Aquel que nos llamó a su eterna presencia"».

 

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