Jesús
es nuestra santidad y nuestro camino hacia el Padre. «Nadie va al Padre
sino por mí» (Jn 14,6). «Yo soy el camino, y la verdad y la vida» (Jn
14,6). «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... permaneced en mí y yo
en vosotros» (Jn 15,5.4). ¿Cómo permanecemos en Él? Por el amor...
«Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
¿Cómo permanecemos en Cristo y somos gratos al Padre? Haciendo la voluntad del Padre como Jesús la hizo, con amorosa atención y sumisión al Espíritu Santo. «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis mis discípulos... Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor ... Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras» (Jn 14 y 15).
¿Cómo permanecemos en Cristo y somos gratos al Padre? Haciendo la voluntad del Padre como Jesús la hizo, con amorosa atención y sumisión al Espíritu Santo. «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis mis discípulos... Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor ... Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras» (Jn 14 y 15).
Luego,
paradójicamente, aunque el propio Cristo lleva a término la obra de
nuestra santificación, a medida que la realiza, más tiende ésta a
costarnos. Cuanto más avanzamos, tanto más tiende Él a privarnos de
nuestro propio vigor y desposeernos de nuestros propios recursos humanos
y naturales, de forma que al final venimos a hallarnos en completa
pobreza y oscuridad. Ésta es la situación que consideramos más terrible,
y contra ella nos rebelamos. Substituimos el misterio extraño,
santificante de la muerte de Cristo en nosotros, por la más familiar y
placentera rutina de nuestra propia actividad: abandonamos su voluntad y
nos refugiamos en los procedimientos, más triviales pero más
«satisfactorios» que nos interesan y que nos permiten ser interesantes a
los ojos de los demás. Pensamos que de este modo podemos encontrar paz y
hacer fructíferas nuestras vidas, pero nos engañamos, y nuestra actividad se vuelve espiritualmente estéril.
El
cardenal Newman, que ciertamente conoció la amargura e ironía de la
cruz, vivió según la máxima: «Santidad antes que paz». Esta máxima es
buena para todo aquel que quiera recordar la total seriedad de la vida
cristiana. Si buscamos la santidad, a su debido tiempo nos ocuparemos de
la paz. Nuestro Señor, que vino a traer «no la paz, sino la espada»,
prometió también una paz que el mundo no puede dar. Mientras nosotros
nos fiemos de nuestros propios y afanosos esfuerzos, somos de este
mundo. No somos capaces de establecer dicha paz con nuestros propios
esfuerzos. Sólo podemos encontrarla cuando, en algún sentido, hemos
renunciado a la paz y nos hemos olvidado de ella.
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