miércoles, 31 de octubre de 2012

¿ESTAMOS LLAMADOS A LA SANTIDAD?

Celebramos la solemnidad de todos los santos y estamos en el Año de la Fe, recordemos nuestra llamada a la Santidad.

El Concilio Vaticano II nos enseña que «todos los cristianos, estamos llamados a la plenitud de la vida cristiana a la perfección del amor» (Lumen gentium,40). Todos nosotros somos llamados a la santidad.
¿Anhelamos realmente ser santo?
 
 
 
Jesús es nuestra santidad y nuestro camino hacia el Padre. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Yo soy el camino, y la verdad y la vida» (Jn 14,6). «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,5.4). ¿Cómo permanecemos en Él? Por el amor... «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
¿Cómo permanecemos en Cristo y somos gratos al Padre? Haciendo la voluntad del Padre como Jesús la hizo, con amorosa atención y sumisión al Espíritu Santo. «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis mis discípulos... Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor ... Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras» (Jn 14 y 15).
 Luego, paradójicamente, aunque el propio Cristo lleva a término la obra de nuestra santificación, a medida que la realiza, más tiende ésta a costarnos. Cuanto más avanzamos, tanto más tiende Él a privarnos de nuestro propio vigor y desposeernos de nuestros propios recursos humanos y naturales, de forma que al final venimos a hallarnos en completa pobreza y oscuridad. Ésta es la situación que consideramos más terrible, y contra ella nos rebelamos. Substituimos el misterio extraño, santificante de la muerte de Cristo en nosotros, por la más familiar y placentera rutina de nuestra propia actividad: abandonamos su voluntad y nos refugiamos en los procedimientos, más triviales pero más «satisfactorios» que nos interesan y que nos permiten ser interesantes a los ojos de los demás. Pensamos que de este modo podemos encontrar paz y hacer fructíferas nuestras vidas, pero nos engañamos, y nuestra actividad se vuelve espiritualmente estéril.
El cardenal Newman, que ciertamente conoció la amargura e ironía de la cruz, vivió según la máxima: «Santidad antes que paz». Esta máxima es buena para todo aquel que quiera recordar la total seriedad de la vida cristiana. Si buscamos la santidad, a su debido tiempo nos ocuparemos de la paz. Nuestro Señor, que vino a traer «no la paz, sino la espada», prometió también una paz que el mundo no puede dar. Mientras nosotros nos fiemos de nuestros propios y afanosos esfuerzos, somos de este mundo. No somos capaces de establecer dicha paz con nuestros propios esfuerzos. Sólo podemos encontrarla cuando, en algún sentido, hemos renunciado a la paz y nos hemos olvidado de ella.
 

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